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Distingos

Juana Rivas fue condenada a más de cuatro años de prisión por sustraer a sus hijos de la custodia paternal decretada por los tribunales y, casi inmediatamente, fue indultada por el Gobierno. Acaba de reincidir durante siete meses dicha resolución judicial, aprovechando un permiso de las Navidades, y las autoridades han estado de brazos cruzados sin actuar. ¿Qué hubiera sucedido en una situación inversa, en la que fuera el padre quien hubiera sustraído al hijo de la custodia de la madre? Yo no tengo la menor duda: el padre hubiese sido detenido inmediatamente y el niño hubiese sido devuelto a la madre. Para mayor vergüenza todo ha sido jaleado por el Gobierno, siendo uno de los principales asuntos debatidos en el último Consejo de Ministros. Viva la igualdad ante la ley. Luis Malo de Molina . Madrid En cada faena, el torero muere y resucita. Baja a los infiernos del miedo y de la muerte, y desde allí, desde ese abismo que tantas culturas han descrito como umbral de lo sagrado, regresa transformado. Porque el torero no desafía la muerte con furia, sino que la mira de frente y la cita con dulzura, como quien acepta su condición de hombre finito pero no resignado. Es en ese descenso y retorno donde la tauromaquia alcanza su auténtica dimensión: la de rito ancestral, de ceremonia donde lo humano se eleva por encima de lo biológico. Frente al instinto de huida, la liturgia del pase. Frente a la pulsión de supervivencia, la entrega serena de quien ha entendido que la vida no vale por su duración, sino por su sentido. En una época donde la banalidad lo invade todo, donde se teme más al sufrimiento que a la pérdida de dignidad, el ruedo se convierte en un templo incómodo. Allí no hay lugar para el engaño ni para el relativismo. La muerte está presente, sí, pero domesticada por la belleza, encauzada por la inteligencia corporal del torero que, sin decir una palabra, expresa lo que tantas veces el lenguaje no alcanza. Por eso la tauromaquia no es sólo un arte. Es una forma de estar en el mundo. Un manifiesto silencioso ante una sociedad que parece haber olvidado que sólo quien es capaz de morir con sentido es digno de vivir con plenitud. Puede que el mundo moderno no entienda al torero, pero tampoco entendió nunca al místico, al héroe ni al poeta. Y sin embargo, todos ellos –como el torero– nos recuerdan que hay gestos que salvan, aunque duelan; y que sólo desde la belleza es posible redimir lo trágico. Dionisio Martos Medina . Beas de Segura (Jaén)

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