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Acuerdo UE-EEUU: el Tratado de la Humillación Atlántica

Acuerdo UE-EEUU: el Tratado de la Humillación Atlántica
Lo que está en juego no es solo el nuevo orden mundial, sino el futuro político de una Europa que, si no reacciona, corre el riesgo de quedar atrapada entre su dependencia energética, su debilidad productiva y tecnológica y su creciente irrelevancia estratégicaTrump y la UE cierran un acuerdo para unos aranceles del 15% a las exportaciones a EEUU A comienzos del siglo XIX, el Reino Unido emergía como la potencia hegemónica del mundo. Fue el primer país en industrializarse, gracias a una poderosa combinación de innovaciones tecnológicas, uso intensivo de combustibles fósiles y un sistema colonial que le aseguraba el acceso barato a recursos naturales y a mano de obra explotada. El resultado fue una economía extraordinariamente competitiva a escala global: las manufacturas británicas inundaban los mercados y desplazaban a las producciones locales en todos los rincones del planeta. Ese ascenso no fue espontáneo ni fruto del libre mercado. El Reino Unido se había desarrollado bajo políticas mercantilistas: aranceles elevados, proteccionismo, subsidios y un Estado activamente comprometido política y militarmente con la promoción de su industria. Solo una vez alcanzada la cima, y con clara superioridad tecnológica, Londres se convirtió al credo del libre comercio. Gracias a su dominio del carbón y de la máquina de vapor, podía ofrecer precios imbatibles. Abrir los mercados del mundo a sus productos era, en realidad, una forma de blindar su posición hegemónica. Pero muchos países no estaban dispuestos a jugar con esas reglas. Algunos intentaron proteger sus propias industrias, si bien otros ya eran colonias directamente controladas por potencias europeas. Uno a uno, sin embargo, todos fueron “convencidos” por el Imperio británico. La India, por ejemplo, fue desindustrializada incluso antes de que se estableciera formalmente el dominio británico. Las colonias ya sometidas no tenían opción. Para el resto, Londres utilizó un instrumento eficaz: los llamados tratados desiguales. Uno de los primeros precedentes fue el tratado firmado con Portugal en 1810, cuando la corte lusitana se había trasladado a Brasil tras la invasión napoleónica. Aunque Brasil seguía siendo formalmente una colonia, el acuerdo permitía a los productos británicos pagar menos impuestos que los portugueses, y mucho menos que los de cualquier otra nación. Con ese privilegio arancelario, el Reino Unido comenzó a vender masivamente sus manufacturas a las élites brasileñas, a vestir a la mano de obra esclava, y —según cuenta una célebre anécdota— incluso a proveerles con patines de hielo. El mensaje era claro: el tratado no respondía a un principio simétrico de libertad comercial, sino a una relación de fuerza, impuesta mediante presión diplomática y amenaza militar. Después de Brasil, vendrían muchos más acuerdos del mismo tipo. Siam, el Imperio Otomano, Japón y, sobre todo, China, firmaron tratados redactados para beneficiar unilateralmente a los intereses británicos. Si los principios liberales no bastaban para persuadir a las élites locales, el imperio se encargaba de imponerlos directa o indirectamente. En 1953, los historiadores John Gallagher y Ronald Robinson describieron este fenómeno como ‘imperialismo de libre comercio’: una forma de dominación sin conquista formal, pero igualmente efectiva en términos económicos y políticos. En China, este proceso dejó una huella profunda. El periodo que va desde las Guerras del Opio hasta principios del siglo XX es recordado como el siglo de la humillación. El primer tratado desigual se firmó en 1842, tras la primera guerra anglo-china, e incluyó la cesión de Hong Kong, la apertura forzada de puertos al comercio británico, la neutralización de su política arancelaria, y privilegios legales para los ciudadanos del Imperio. Para las élites chinas, la experiencia de aquella subordinación forzada dejó una marca imborrable, cuyas consecuencias aún resuenan en la política contemporánea del país. Volver sobre esta historia resulta inevitable al conocer los detalles del nuevo acuerdo económico entre Estados Unidos y la Unión Europea. La gran diferencia es que, si el Reino Unido imponía tratados desiguales para consolidar una hegemonía en ascenso, hoy Estados Unidos lo hace para frenar su declive. Y eso explica por qué, en lugar de defender el libre comercio, Washington apuesta por una selección estratégica de políticas neomercantilistas. El nuevo acuerdo es abiertamente desigual. De la información conocida hasta el momento sabemos que Estados Unidos impone aranceles del 15% a todas las importaciones europeas, con excepciones como el acero y el aluminio (que podrían mantenerse en el 50%) y algunos productos considerados estratégicos por Estados Unidos y que necesita baratos (como los minerales críticos). A cambio, la Unión Europea se compromete a no aplicar ningún arancel a las exportaciones estadounidenses. Pero eso no es todo: Donald Trump ha exigido a los países europeos la compra obligatoria de energía estadounidense por al menos 750.000 millones de dólares, así como inversiones productivas por valor de otros 600.000 millones dentro del territorio estadounidense. Todo con la excusa de reducir los desequilibrios comerciales, una narrativa engañosa que ha aceptado incluso la propia Ursula von der Leyen. Como en el siglo XIX, la clave del acuerdo está en la desigual correlación de fuerzas. Estados Unidos sigue siendo la primera potencia militar y conserva, por ahora, una posición dominante en la economía global. Y si puede imponer condiciones tan draconianas es porque la Unión Europea carece de autonomía estratégica. Trump desprecia a sus aliados europeos, y no hace el menor esfuerzo por ocultarlo, pero su verdadero foco de preocupación no es Bruselas ni Moscú, sino Pekín. En una ironía histórica, es hoy China –víctima de los tratados desiguales del pasado– quien amenaza la hegemonía de Estados Unidos. No lo hace a través de la fuerza militar, que en todo caso es creciente, sino con su planificado liderazgo tecnológico en sectores estratégicos: energías renovables, baterías, vehículos eléctricos, inteligencia artificial. Además, China controla buena parte de las cadenas de suministro de minerales críticos como las tierras raras, el litio o el cobalto. Ya no es solo la fábrica del mundo; es también uno de los centros de innovación global. Y con esa ventaja, su apuesta por el libre comercio no es ideológica, sino pragmática. Hoy las tornas están cambiadas, y quien se agarra a las ideas pro-libre mercado de David Ricardo es China y no Occidente. Una parte del enfado estadounidense con Europa tiene que ver con la ambigüedad europea respecto a China manifestada en las últimas décadas. Mientras Washington reorientaba su estrategia geopolítica hacia Asia desde la era Obama, países como Alemania o España mantenían relaciones económicas estrechas con Pekín, especialmente en el ámbito tecnológico. Durante mi etapa en el Gobierno, casi todos los debates sobre seguridad tecnológica estaban marcados por esta tensión latente. Y el reciente viaje de Pedro Sánchez a China no ha hecho sino reavivar el malestar estadounidense. En términos económicos, el nuevo acuerdo entre EEUU y la UE es claramente asimétrico. Pero en términos políticos representa una rendición total de la Unión Europea, que acepta desempeñar un papel subordinado en la arquitectura del poder global. Esta entrega se suma al compromiso europeo de aumentar el gasto militar –con la vista más puesta en Asia que en Rusia– y a los privilegios fiscales otorgados a las grandes empresas estadounidenses. La dependencia energética hace aun más frágil la posición europea, y lo que podría ser una vía para superar esa vulnerabilidad –una colaboración estratégica con China en tecnologías limpias que acelere la transición energética– está siendo saboteada desde Washington. El imperialismo no pertenece solo al siglo XIX. Ha cambiado de actores, de recursos y de formas, pero sigue operando bajo la misma lógica: regular ad hoc los mercados, imponer condiciones político-militares y subordinar al resto del mundo a los intereses de la potencia dominante. Hoy, como entonces, las reglas del comercio internacional no se deciden en pie de igualdad, sino en función de la fuerza. No es un símbolo menor que el acuerdo se haya firmado en un campo de golf en Escocia, propiedad del propio Trump, al que se han desplaza y europeos. Lo que está en juego no es solo el nuevo orden mundial (que se debate entre el unilateralismo estadounidense y un multilateralismo en ciernes), sino el futuro político de una Europa que, si no reacciona, corre el riesgo de quedar atrapada entre su dependencia energética, su debilidad productiva y tecnológica y su creciente irrelevancia estratégica
eldiario
hace alrededor de 22 horas
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