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Ese olor a manzanas podridas

Schiller, para escribir, necesitaba en su mesa el aroma de manzanas podridas. Se desconoce si existía una extraña conexión entre la fetidez olfativa y la estimulación neurológica del poeta alemán, o bien era un reto sensorial para rematar cuanto antes el sufrido arte de la escritura. En estos tristes días en que las frutas fermentan en la carrera de San Jerónimo, un fétido olor a putrefacción sulfúrico recorre nuestro país. Es la pandemia hedionda de la corrupción política, que, a diferencia de las diez plagas del Éxodo, no liberarán a los españoles de la servidumbre de la resignación y del tribalismo político. En el manual del buen corrupto, con independencia de su procedencia política, el primer mandamiento es negar el ilícito. Con la negación se gana tiempo y se disipan inicialmente responsabilidades, a falta de efectuar un rápido control de riesgos para determinar dónde pueden surgir las verdaderas amenazas. El segundo mandamiento es, una vez conocida la realidad incontestable del acto viciado por la corrupción, negar el conocimiento de este y encapsular la responsabilidad subjetiva, de modo que se aísle a los máximos responsables del partido. Comienza un proceso tormentoso de negación del prójimo, una patología cognoscitiva que supone negar cualquier relación con todos aquellos que, una noche anterior, compartían confidencias contigo. Como mera recomendación conductual, en algunas tribus africanas es costumbre que la persona que resulta elegida jefe de la tribu se recluya en soledad en la selva unos días antes de asumir sus responsabilidades. A su regreso no recuerda a nadie de los que estuvieron con él en el proceso previo, de modo que inteligentemente deja atrás el 'Peugeot' o las herencias envenenadas de los líderes predecesores en forma de recomendados, una peligrosa forma de gratitud diferida. El tercer mandamiento consiste en identificar los incentivos y desincentivos perversos que han de activarse para garantizar el silencio de los acusados, so pena que acaben cantando 'La traviata' y poniendo como chupa de dómine al presidente del partido. El cuarto mandamiento, basado en la lógica cesarista, es pulverizar al contrario con el mendaz argumento de «tú más». 'Whataboutism' en estado puro. El quinto mandamiento consiste en modificar las leyes de enjuiciamiento criminal para suspender y hasta extinguir de manera definitiva los procedimientos penales, por la vía de desatender pruebas o de reducir los plazos de instrucción de los procedimientos en curso. Si, por último, han resultado estériles los mandamientos anteriores, puedes darte por vencido. Desde el punto de vista de la caracterología de la corrupción, hay corrupciones morales, donde Pedro Sánchez podría impartir magisterio en una cátedra de verdad, como hay corrupciones legislativas y corrupciones administrativas. En lo que atañe a la corrupción legeferendista, el tráfico lucrativo de enmiendas no es circunstancial. El corruptor necesita encontrar el vehículo adecuado para colocar la propuesta normativa propiciatoria en la ley convenida por el corrupto. Pues bien, en España, en horas punta, los despachos del Congreso de los Diputados tienen más tráfico de intermediarios a beneficio espurio de sectores económicos y sociales que cruceros surcan el Nilo. Tengo para mí que hay más corrupción en una enmienda colocada a última hora en un mantel de un restaurante próximo al Congreso que en muchos contratos públicos. Por último, y por lo que se refiere a las corrupciones administrativas, dejando a un margen el clientelismo y hasta la concepción de la Administración como una agencia de colocación, al servicio de Ábalos convertido en Pantaleón de sus visitadoras, hay tres ámbitos de actuación en los que fluye la corriente de la corrupción: las subvenciones, el urbanismo y los contratos. Respecto a la contratación pública, la primera pregunta intuitiva es cómo es posible que dos personas con conocimientos párvulos en derecho, como Koldo García o Santos Cerdán, diseñen presuntamente un método para obtener dinero de la adjudicación de los contratos. Dicho de otro modo, si lo han podido hacer ellos, lo puede hacer cualquiera. El primer movimiento es identificar al constructor corrupto que, a cambio de que se le adjudique un contrato, esté dispuesto a pagar una comisión. Después hay que definir el método de pago: en efectivo o en especie, o incluso con la colocación posterior del corrupto o de uno de sus familiares o afines en la empresa corruptora. El siguiente paso es tener un control directo de las personas que, dentro de la Administración, participan del proceso de adjudicación del contrato. Llegados a este punto, hay dos planos: el orden político, donde el presidente de la entidad o el director general tiene que atender las órdenes del jefe de la trama, y el orden administrativo, donde se tiene que controlar a los funcionarios que han de emitir los informes valorativos de los criterios no objetivos del contrato. Lógicamente, ese control requiere en algunas ocasiones de una compensación, explícita o implícita, al empleado público. A veces, funcionan adecuadamente los mecanismos psicológicos reactivos, como las amenazas de remoción en el puesto de trabajo o pérdida de productividad, mientras que en otros casos es necesario gratificar convenientemente al funcionario deshonesto. Pues bien, tras muchos años de aprobación de planes de regeneración y de medidas de lucha contra el fraude, nunca se han cubierto las fugas de agua, quizá porque a nadie le ha interesado jamás acabar realmente con la corrupción en la obra pública. Bastarían tres medidas para atajar el problema que no se encontrarán en ningún programa electoral ni de gobierno. La primera medida sería eliminar los criterios subjetivos de la puntuación en las licitaciones de contratos públicos, de modo que la adjudicación atendiera exclusivamente a criterios económicos. La segunda medida consistiría en prohibir las modificaciones del contrato en fase de ejecución, de modo que el adjudicatario del contrato asumiera verdaderamente la obra a riesgo y ventura sobre el precio de adjudicación, como ocurre de modo habitual en el sistema anglosajón. Y, por fin, en las fases de certificación de obra, con independencia de que la entidad contratante perteneciese a la Administración General (Dirección General de Carreteras) o una entidad instrumental (Adif), debería existir un control concomitante por parte de un controlador externo, que bien podría ser la propia Intervención General, para verificar 'in situ' que las mediciones son las correctas, impidiendo conductas fraudulentas en la dirección de la obra. Así de sencillo y, en cambio, así de inaceptable por el legislador. Mientras tanto, las manzanas se van pudriendo, extendiendo la mácula al resto de frutas, por aceptación. El resultado final es que, aunque se vacíe, el hedor ha impregnado definitivamente el cesto. Y eso no ocurre en Copenhague. Algo huele, y muy mal, en España.
abc.es
hace alrededor de 14 horas
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