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El nuevo dragón de Xi Jinping

EL desfile celebrado en Pekín con motivo del 80º aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial, no ha sido solo una conmemoración; ha sido, sobre todo, una potente escenificación política con tres objetivos: reescribir la historia moderna, anunciar un cambio doctrinal y evidenciar la debilidad de las democracias occidentales. La primera dimensión es la revisión histórica. Xi Jinping aseguró que «la guerra de resistencia del pueblo chino contra la agresión japonesa fue una gran guerra» que contribuyó «a salvar la civilización humana». Esta narrativa, institucionalizada desde 2014, se construye sobre una falsificación: la China que combatió a Japón no fue la República Popular –fundada en 1949–, sino la República de China, hoy confinada en Taiwán. Fue Chiang Kai-shek, no Mao, quien lideró la resistencia. La rendición japonesa fue precipitada por la ofensiva estadounidense –incluidos los bombardeos atómicos– y la entrada de la URSS en el conflicto. Como ha hecho Putin en Rusia, Xi utiliza la historia como arma: si Stalin liberó a Europa de Hitler, China lo salvó del militarismo japonés. En ambos casos, se trata de un revisionismo interesado para cimentar la legitimidad de sus autoritarismos. La segunda dimensión es aún más significativa: durante décadas, Pekín insistió en que su única ambición era crecer en paz, comerciar y desarrollarse en armonía. Ahora, Xi presenta a su país como una potencia militar completa, con capacidad ofensiva. El desfile incluyó misiles balísticos intercontinentales, drones submarinos, misiles hipersónicos. Un arsenal que no responde solo a necesidades defensivas. Este despliegue, en la misma plaza donde en 1989 se aplastaron las demandas democráticas, encierra un cambio doctrinal: la era de la disuasión ha sido sustituida por la de la proyección estratégica. La advertencia de Xi– «la humanidad debe hoy elegir de nuevo entre la paz y la guerra» – oscurece el hecho de que es él quien ha elegido: todas esas armas indican que el tiempo de la paz se ha terminado y que la apuesta es por la guerra o por su versión pasiva, la disuasión armada. Pekín no piensa integrarse en un sistema internacional de democracias liberales, sino liderar uno alternativo. China ya no reclama un lugar en la mesa global, quiere redibujar todo el tablero. La tercera clave del desfile es el contraste cada vez más marcado entre la eficacia narrativa del autoritarismo y la degradación del discurso liberal. Mientras Xi construía un relato histórico, estratégico y nacional con tono de solemnidad imperial, el expresidente Donald Trump respondía con sarcasmo desde su red Truth Social, reclamando que se recordara el sacrificio estadounidense «con sangre» y, en tono irónico, enviando «saludos cordiales» a Xi, Putin y Kim, «mientras conspiran contra los Estados Unidos de América». Trump y los suyos son los principales responsables de la degradación de las democracias liberales que se percibe hoy y que ofrece al autoritarismo una ventaja evidente, la de parecer más eficaz, más coherente, más orientado al interés nacional. Mientras las democracias se enredan en disputas internas, procesos judiciales y campañas personalistas, China presenta orden, objetivos y poder. Que esta narrativa resulte atractiva para muchos votantes no debería sorprender. El desfile no fue solo una conmemoración. Fue una declaración de intenciones y una exhibición de músculo. Y la reacción occidental –desde la indiferencia diplomática hasta la chanza populista– indica que tal vez no estemos preparados para responder. En el nuevo tablero global, el autoritarismo se muestra con traje de gala. La democracia, a veces, parece ir en camiseta.

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