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Gobernar para cuando llegue la derecha

Gobernar para cuando llegue la derecha
En el fondo de todos los discursos, también del que dio el presidente del Gobierno, la misma idea: el infierno –de la corrupción, de la mezquindad, de la miseria– son los otros y solo los nuestros pueden salvarte de ir a aquel lugar Este miércoles se discutía en el Congreso sobre el primer problema del mundo, que no es exactamente la corrupción, sino lo que revela la indignación creciente y global con este fenómeno: el declive de la confianza en las instituciones democráticas. Verán, según el CIS, en España casi la mitad de las personas desconfían de los representantes políticos mientras que en Europa sólo un 52% de los jóvenes cree que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno. La desconfianza es una enfermedad global que hunde sus raíces en otros fenómenos, como la parálisis de la economía industrial y las varias crisis de la representación que estamos viviendo. Frente a este fenómeno, Pedro Sánchez hizo un planteamiento intachable en lo formal: pidió perdón, asumió la responsabilidad, dio explicaciones sobre los pasos que había dado para erradicar el último episodio que hemos conocido y propuso una batería de medidas para evitar que vuelva a ocurrir en el futuro. Dijo ser consciente de que ha perdido la confianza de mucha gente en este escándalo y se mostró dispuesto a pelear por recuperarla. Más transparencia, más vigilancia, mayor protección de los que denuncian, mecanismos de control en las empresas y un cambio cultural y profundo, que “genere una verdadera cultura de la integridad que impregne a las administraciones y movilice a la ciudadanía”. Poco más se puede pedir salvo, por supuesto, que todo esto que dijo ayer lo hubiera dicho y lo hubiera ejecutado mucho antes. Y, sin embargo, ningún espectador de la sesión parlamentaria se pudo quedar con la sensación de que la política es hoy más limpia y más resiliente frente a la corrupción. Más bien al contrario: había que prestar mucha atención para cazar al vuelo algunas buenas ideas sobre regeneración en mitad de una pelea de insultos e hipérboles destinadas a pintar al contrario como un ser con cuernos y rabo. “O Sánchez o la decencia”, decía Feijóo, “esto no es una pugna ideológica, sino una pugna moral”. A Santiago Abascal, por su parte, le daba “asco” el PSOE y sentía “una incomodidad casi física” cuando sube a la tribuna el presidente del Gobierno. Así que escuchar algunas ideas sobre regeneración democrática mientras los portavoces de todos los partidos se tiraban los muebles a la cabeza, acusándose mutuamente de todas las corrupciones políticas y morales posibles, dejaba la sensación de que el presidente se hubiera confundido de sala: como si las respuestas fueran las correctas, pero no fueran esas las preguntas que se hacían ayer en el hemiciclo. Y en el fondo de todos los discursos, también del que dio el presidente del Gobierno, la misma idea: el infierno –de la corrupción, de la mezquindad, de la miseria– son los otros y solo los nuestros pueden salvarte de ir a aquel lugar. El objetivo es, como decía Yolanda Díaz, “que no gobierne nunca la derecha”. Y a mí se me ocurre que esto es terrible. Y es que, si necesitamos que gobiernen siempre “los nuestros” (sea lo que sea eso) para estar seguros, es que damos por hecho que el Estado es tan frágil y las instituciones tan débiles que un simple cambio de gobierno —algo para lo que, por otra parte, debería estar más que preparado el sistema democrático— puede hacer saltar por los aires los principios más elementales de la convivencia. Decir esto es tanto como reconocer que las instituciones ya no son suficientes para garantizar las libertades. Es de este argumento de donde nace el desapego hacia la democracia, y es que si solo podemos estar a salvo si nos gobierna la persona correcta, la alternancia se vuelve un mecanismo perverso. ¿No debería ser al contrario? ¿No deberíamos querer que la derecha llegue al poder cuando le corresponda por las urnas y que se marche cuando se tenga que marchar y no tener que hacer ningún tipo de aspaviento? ¿No deberíamos querer que vuelva a llegar la izquierda o cualquier otro color político que nos depare el futuro y que el país siga operando con absoluta normalidad? Yo entonces les propondría a todos los partidos y a todas las personas que siguen creyendo en la democracia y en las instituciones por encima de su opción política individual, a quienes creen en la necesidad de encontrarnos con los diferentes, que hagamos otra cosa, que no es gobernar para que no llegue al poder el contrario, sino gobernar precisamente para que pueda llegar al poder el oponente sin que peligre la esencia de nuestro compromiso como sociedad. Y alguien dirá que eso es imposible si tenemos enfrente a algunos partidos o proto-partidos que lo que quieren es acabar con la democracia, como estamos viendo en una ultraderecha que quiere quitar la nacionalidad a millones de españoles –o a millones de americanos, en el caso de Trump–. Que la batalla no es ya contra la derecha, sino contra un nuevo tipo de agente en la sociedad que se ha dado cuenta de que puede obtener rédito de cuestionar la democracia misma. Pero es precisamente frente a esa amenaza cuando nos tenemos que confabular con mucha más determinación. ¿Qué cambios son necesarios en la financiación de los partidos, en la de los medios, en la transparencia, para que tengamos absoluta confianza en las instituciones, sea quien sea quien ostente el poder? ¿Qué libertades hay que blindar y dónde para que nadie pueda poner en riesgo la igualdad y el libre albedrío? ¿Qué consensos hay que alcanzar para garantizar que la democracia sobrevive no solo a los corruptos, sino incluso a los que no creen en la misma democracia? ¿Qué comportamientos tenemos que erradicar –también en nosotros mismos– para no seguir extendiendo la idea de que estamos asediados por un enemigo al que solo podemos combatir desde las trincheras? Y es que es en la respuesta a estas preguntas donde se encuentra el antídoto contra el virus de la desconfianza.

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