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Handala

Handala
¿Qué hacemos esta tarde? Vamos a ver un vídeo de elefantes; vamos a ver la final del Mundial; vamos a ver imágenes de la DANA; vamos a ver morir de hambre a un niño palestino. Miramos y no pasa nada; miramos y no nos pasa nada Handala es un niño palestino de diez años que desde 1973 da la espalda al mundo adulto que ignora, desprecia o agrava el dolor de su pueblo. Nayi al-Ali, el autor de esta famosa caricatura, tenía esa misma edad cuando en 1948 fue expulsado de Al-Shajara, su aldea natal, por los ocupantes sionistas y sus despiadadas prácticas de limpieza étnica, resumidas en la ominosa palabra Nakba. Al-Ali murió en 1985, en Londres, como suelen morir los palestinos: asesinado. Su personaje, Handala, nombre de una planta de raíz dura y amarga, le sobrevivió y, en muros, en camisetas, en banderas, en cuadernos escolares, sigue siendo uno de los símbolos más poderosos de la resistencia palestina frente a la violencia israelí y contra el olvido de los gobiernos, incluidos los de los malditos “hermanos” árabes. En la viñeta Handala está vestido, de pie y junta las manos en la espalda en actitud pensativa y compungida. Ya no. Lo veo en una fotografía del 25 de julio sobre un titular que reproduce una declaración de la ONU: “Las personas en Gaza son cadáveres andantes”. En la imagen, Handala está todavía de espaldas, pero tumbado y desnudo, con los huesos afilados bajo una piel de papel, muerto o a punto de morir de la más lenta y atroz de las muertes: la inanición o, sin ambages, el hambre, contra el que su madre, sentada a su lado, no puede hacer nada. Su muerte no es la consecuencia de una lujosa anorexia o de una cosecha malhadada o de una catástrofe natural: es un crimen planificado, premeditado, patológicamente perverso: Israel “trabaja” a conciencia los cuerpos de los niños palestinos para que se parezcan a los de las víctimas de Auschwitz. Los “trabaja”, sí, y lo hace con esta encarnizada lentitud porque ahora no se trata de matar a Nayi al-Ali (o a una persona concreta o a diez o a mil) sino de hacer desaparecer a Handala mismo o, valga decir, al pueblo palestino. Para matar a un niño hace falta una clase de heroísmo sobrehumano que casi nadie posee; para matar a un niño de hambre hay que ser directamente un dios. Matar a un niño de hambre es matar la niñez misma, el límite infranqueable donde se salva la humanidad. Hay que ser muy –muy– valiente para eso. En 1967, cuando nació, Handala aún miraba de frente el mundo; tardó cuatro años en darse la vuelta, dolido con los mayores que lo habían abandonado. A Handala no le vemos la cara porque no lo merecemos. En el caso del niño que está muriendo de hambre, en cambio, es la madre la que de esa manera protege el último aliento de su vida: un niño enfermo jamás debe ser expuesto a la mirada del otro, cuya curiosidad solo puede agravar su mal. Algunas veces he escrito que la verdadera diferencia entre los humanos (pues solapa las demás) es la que los divide entre aquellos que miran y aquellos que son mirados. Occidente siempre ha sido culpable de mirar; es el continente voyeur. Recuerdo el placer malsano, pero comprensible, de un palestino que regresaba una y otra vez en la pantalla del ordenador a las imágenes del derribo de las Torres Gemelas de Nueva York: “por una vez son ellos los que están de ese lado de la pantalla”, decía. Pero este caso es una excepción. En general los otros sufren y nosotros miramos. Los habitantes israelíes de Sderot se llevan la merienda a la colina para ver caer las bombas sobre Gaza, y celebran cada nueva explosión mientras devoran un sandwich pensando gozosamente en el hambre de los gazatíes. Nuestro nihilismo es menos activo y militante, pero no es irrelevante. ¿Qué hacemos esta tarde? Vamos a ver un vídeo de elefantes; vamos a ver la final del Mundial; vamos a ver imágenes de la DANA; vamos a ver morir de hambre a un niño palestino. Miramos y no pasa nada; miramos y no nos pasa nada. El mundo antiguo (el de la mitología griega o hebrea) sabía que ciertas miradas merecían un castigo: si mirabas la desnudez de los dioses te condenabas. Mirar no debería ser impune. Mirar a un niño que muere debería costarnos la vida. No es verdad que no nos pase nada. Nos pasa. Se nos pudre el alma a todos al mismo tiempo, podredumbre naturalizada que acaba convirtiéndose en un estado de la civilización en el que, por eso mismo, cabe ya –y aceptamos– cualquier horror. Para protegernos, a veces decidimos, como Handala, volver la cabeza y no mirarle los andrajos al mundo. No podemos soportar las imágenes. Pero ese gesto, al contrario que el de Handala, al contrario que el de la madre palestina, no es una acusación ni una demanda: es sencillamente una claudicación. Así que esa es la alternativa de los ciudadanos del continente mirón: o el pecado de una mirada impune o el pecado de una ceguera defensiva. Handala es un niño de 10 años. Handala es Palestina. Handala es también el nombre de un barco que salió hace dos semanas de Siracusa con el propósito de romper el bloqueo a Gaza y llevar ayuda a sus habitantes. Fue interceptado este sábado en aguas internacionales por el ejército israelí y los veintiún activistas que viajaban en él han sido detenidos y conducidos a Israel. Desde 2010, la llamada Flotilla de la Libertad ha tratado muchas veces de violar el bloqueo impuesto a los gazatíes; es decir, de hacer valer la ley internacional, que es exactamente lo contrario de “violar”. La última, hace apenas un mes, acabó de la misma manera: el barco Madleen, en el que viajaba Greta Thunberg, fue también asaltado y sus pasajeros arrestados y devueltos a sus países de origen. Los activistas del Handala ahora detenidos sabían, pues, lo que los esperaba; sabían que no iban a llegar a puerto; pero sabían que, entre el pecado de la mirada impune y el de la ceguera defensiva, hay gestos que surgen de un imperativo ético y que, por eso mismo, no resultan jamás inútiles. La madre palestina piensa en su Handala desnudo y hambriento, claro, pero también quizás en ese Handala flotante, poblado por extranjeros solidarios que han tratado de llevar comida a su hijo; y quizás se siente un poco menos sola y un poco más humana. Al mismo tiempo, estas iniciativas, no carentes de riesgo (un riesgo desproporcionadamente pequeño frente a la atrocidad del genocidio), ponen en dificultad a los gobiernos europeos, cómplices mirones que permiten que sus propios ciudadanos sean maltratados por Israel; y a los que hay que exigir que aparten las palabras huecas y, tras garantizar la integridad y libertad de los pasajeros del Handala, interrumpan toda clase de relaciones, comerciales y diplomáticas, con el Estado sionista, al que deben imponer además las sanciones necesarias para aislarlo del mundo civilizado y obligarlo a cumplir la Ley internacional. Entre el pecado de la mirada impune y el de la ceguera funcional, necesitamos muchos Handalas, en el mar y en la tierra, para que los palestinos, en medio de su dolor, se sepan parte del mundo; y para que los gobiernos que pueden impedir que Israel siga matando se tomen en serio los valores que nombran y patean sin parar. No será pronto, pero algún día el pequeño Handala de diez años se dará la vuelta de nuevo y no se sentirá avergonzado de la humanidad.

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