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Si queremos...

Si queremos...
Podemos darnos cuenta del camino recorrido, de que es posible luchar por hacer el futuro que queremos tener para nosotros y para nuestros hijos y nietos Cada vez con más frecuencia me sucede que, estando en una conversación con un grupo de amigos o conocidos sale la frase “yo ya no leo las noticias a diario porque me deprime demasiado”. No sé si a ustedes les pasa, pero yo tengo que confesarles que siento también esa necesidad de aislarme de vez en cuando de ese bombardeo mediático de malas noticias, de temas y opiniones repetitivos sobre lo que está pasando en nuestro país y en el mundo. No acabo de entender la dinámica que nos ha llevado a ese presentismo feroz que hace que desde que existen internet, las redes sociales y los periódicos digitales, estemos informados casi en tiempo real de todo lo malo que sucede en cualquier lugar y que, poco a poco, empecemos a adquirir la conciencia de que todo es un espanto, que vamos de cabeza a la catástrofe, que no hay futuro. Yo misma, una persona optimista por naturaleza, me dejo llevar de vez en cuando por la sensación de que vamos de mal en peor. Las personas jóvenes que están empezando su vida laboral hablan de que son una generación sin futuro; muchos han decidido conscientemente no reproducirse porque dicen que no quieren traer hijos a un mundo en declive, en una sociedad donde, incluso trabajando a tiempo completo los dos, no pueden permitirse tener una vivienda digna en la ciudad donde viven. De alguna manera, a fuerza de polarización y crispación en la carrera por los clics de los medios informativos hemos conseguido crear una sensación de miedo latente. Si en la guerra fría ese miedo se concretaba en la posibilidad de una hecatombe atómica y en los años posteriores en un posible ataque terrorista, ahora el miedo está hecho de muchas otras cosas: sin abandonar los dos anteriores, tenemos el del cambio climático, el de qué va a pasar cuando todo lo que lleva miles de años debajo de los hielos eternos salga a la luz, el de que las grandes corporaciones acaben por esclavizarnos a todos (otra vez), el de la superpoblación, de la inmigración descontrolada, de que los alimentos no basten para todos ni sean lo bastante puros, de que el afán de algunos propietarios por enriquecerse y la falta de coherencia de los ayuntamientos hagan que deje de haber viviendas para los ciudadanos que viven y trabajan en grandes urbes de interés turístico, de que las inteligencias artificiales nos quiten todos los trabajos que valen la pena… tantos miedos que nos bloquean y nos paralizan, que son miedos reales, sensatos, pero que, en lugar de espolearnos para luchar contra ellos y resolver los problemas para que dejen de serlo, nos llevan a la angustia (nunca ha habido tantas depresiones y ataques de ansiedad como hay ahora) y la inacción. El estar viviendo constantemente en un presente que los medios de comunicación y las redes nos muestran como algo cada vez más oscuro y con todos sus detalles escabrosos hace que se nos olvide el pasado, del que podríamos aprender para salir del atolladero, y que no veamos factible ese futuro que llegará de todos modos y que ya no creemos poder controlar. Sin embargo, nuestra sociedad consiguió superar el feudalismo, anular el derecho divino de los reyes, abolir la esclavitud, conseguir que hombres y mujeres tuvieran los mismos derechos, librarse del poder omnímodo de la Iglesia católica, conseguir todo tipo de derechos para la clase obrera y libertades para toda la población… conceptos y sistemas que parecían grabados en piedra, fijados para la eternidad. Los que vivieron en siglos pasados creían que no había posibilidad de cambiar todo eso, aunque no les gustara vivir así, aunque lo encontraran injusto. ¿Cómo se iba a conseguir que un campesino tuviera los mismos derechos que el señorito del pueblo? ¿Cómo una mujer iba a poder decidir por sí misma, sin un hombre a su lado? ¿Cómo un rey dejaría de serlo porque había perdido la confianza de su pueblo? Pero se consiguió. A base de información, de luchas con palabras, de revoluciones armadas, de todo lo que fue necesario conseguimos hacer una sociedad mejor, más equitativa, más justa. Todo eso no podemos olvidarlo, porque es verdad, porque nuestros antepasados decidieron que no era bueno vivir así y lo cambiaron, con mucho esfuerzo, con mucho sacrificio, con sangre incluso, pero lo cambiaron. Y consiguieron que los niños de seis años dejaran de trabajar en el campo y en las fábricas, que hubiese una educación gratuita y obligatoria para todos, que los trabajadores tuvieran un horario, vacaciones pagadas, atención médica, jubilación…, que desaparecieran los jornaleros… ¡tantas conquistas! Un sistema de Sanidad pública que, si no es perfecto, es un paraíso comparado con lo que sucedía hace cien años, o incluso cincuenta. La posibilidad de que los jóvenes puedan acceder a la universidad aunque sean de clase obrera y sus abuelos fueran analfabetos. Que casi todo el mundo pueda darle una buena alimentación a sus hijos, tener coche, viajar… Durante las varias décadas pasadas vivimos en un clima de entusiasmo, de conciencia de progreso, de fe en la ciencia, en que la formación de las generaciones jóvenes los haría llegar cada vez más alto y eso repercutiría en la sociedad haciendo que nos fuera cada vez mejor. Éramos optimistas y ese optimismo nos llevó a crear un mundo mejor que el de nuestra infancia. Ahora, insidiosamente, el negativismo, el miedo, la impotencia, la angustia, la envidia, la desconfianza en la ciencia, la falta de respeto y de límites en el funcionamiento social han ido calando en la población para convertirnos en una sociedad asustada, preocupada por problemas reales pero que creemos no poder solucionar. Nos han llevado a pensar que este capitalismo enloquecido no tiene arreglo, que nunca saldremos de esta, que se va a acabar nuestra sociedad, nuestra civilización incluso, porque hay grandes intereses económicos por medio, porque a ciertas personas, que cada vez son menos pero más ricas, les conviene tenernos asustados, paralizados, subyugados; les conviene que ese miedo se convierta en un deseo de “seguir al Líder” o al “Mesías”, al “hombre fuerte” que, despojándonos de nuestros derechos y libertades -esos que nos costó siglos de esfuerzo conquistar- nos dará a cambio la paz y soluciones para todo: la seguridad de una policía armada, por ejemplo, de un ejército que podrá operar dentro del país, contra la población propia, como ya está haciendo nuestro antiguo amigo y aliado del otro lado del mar. Nos lo pintan todo tan negro, nos agobian tanto desde los titulares y los artículos de opinión siempre sobre los mismos temas, repitiendo una y otra vez lo mal que están las cosas, los insultos que se dedican nuestros políticos, la imposibilidad de todo que al final nos refugiamos en el silencio, nos retiramos, nos intercambiamos vídeos de gatitos por tener algo que nos arranque una sonrisa en la vida cotidiana, y terminaremos por cerrar los ojos a todo lo que nos pase, considerándolo inevitable. Podríamos volver a esa paz de tiempos franquistas, ¿recuerdan aquello de “la paz de los cementerios”? pero no tenemos por qué hacerlo. Somos los ciudadanos quienes cambiamos las sociedades. No es inamovible que una cierta clase o unos individuos billonarios decidan el destino de la Humanidad. Cosas peores conseguimos cambiar a lo largo de los tiempos cuando aún creíamos en nuestras posibilidades, cuando sabíamos lo que significaba la solidaridad, y teníamos sueños e ideales compartidos. Es posible volver a ellos, cambiar este discurso de inevitabilidad que nos imponen. Podemos darnos cuenta del camino recorrido, de que es posible luchar por hacer el futuro que queremos tener para nosotros y para nuestros hijos y nietos. Tenemos que abrir los ojos, ver lo bueno que hay a nuestro alrededor, aprender de la historia, soñar el futuro al que queremos llegar y ponernos en marcha, juntos, en la dirección correcta.

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