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Un juicio político y un fiscal en apuros

Aunque sea terriblemente injusto, quizás el Fiscal General deba empezar a valorar la posibilidad de su dimisión. Es cierto que eso supone darle a la caverna judicial y a su brazo político popular justo lo que está buscando: su cabeza. Sin embargo, cuando parte de nuestra judicatura parece convertida en hooligans derechistas dispuestos a reventar lo que haga falta para echar a los socialistas, alguien debe mantener la altura de miras y anteponer la estabilidad del sistema político Con la apertura del juicio oral, se ha consumado la primera parte de la operación contra el fiscal general del Estado. La apariencia jurídica no debe hacernos olvidar que por encima de todo estamos ante un juicio político.  La instrucción del asunto así lo demuestra. Desde el primer momento, resulta difícil de explicar el celo con el que se ha perseguido esta presunta filtración. Sobre todo, en un país en el que los juzgados son auténticos quesos gruyere desde los que a diario se hace llegar a la prensa conservadora cualquier dato o documento susceptible de dañar al bando político progresista, por muy privado que sea. Más allá, resulta incluso jurídicamente dudoso que el correo filtrado fuera un mensaje privado. Bien al contrario, en un país razonable, las conversaciones entre un abogado y la fiscalía en busca de un acuerdo por el que ambos acepten una pena para evitar el juicio deberían ser plenamente transparentes y públicos. El juez instructor decidió muy pronto que el autor de la filtración había sido el Fiscal General del Estado, aunque no hubiera ningún indicio que así lo indicara. Buscando encontrar algo de lo que acusarlo, adoptó medidas tan desproporcionadas como la de registrar su despacho y revisar todos sus documentos, con o sin relación con el caso, de los últimos años. Pero ni aun así ha conseguido la mínima prueba de su implicación. A día de hoy no hay ni un solo elemento probatorio que señale a Álvaro García Ortiz por esa filtración. Se ha conseguido demostrar tan sólo que él era de las decenas de personas con acceso al correo electrónico en cuestión. Y hasta ahí. El hecho de que a pesar de la orfandad probatoria patente el caso haya seguido adelante permite sospechar que en las decisiones judiciales haya pesado, siquiera de forma inconsciente, el deseo de dañar políticamente al gobierno socialista por encima del interés en hacer justicia. Sólo así se entiende la inversión del principio constitucional de presunción de inocencia: el juez instructor ha llegado a considerar que el hecho de no poder acceder a los correos electrónicos del acusado es una prueba de su culpabilidad. Sin conocer el contenido de esos mensajes, el magistrado en cuestión ha decidido que debían ser inculpatorios. Lo ha hecho incluso negando la evidencia de los muchos otros motivos por los que un investigado puede borrar sus mensajes. Desde los motivos de seguridad, hasta el deseo de que no caigan en manos de un juez sin escrúpulos que permita que se filtren detalles de su vida privada o política. En el colmo de la incongruencia moral, mientras el juez investigaba al Fiscal General se han producido filtraciones de esas investigaciones tan graves como aquellas de las que se le acusa a él y que le han perjudicado, pero que no han sido siquiera mínimamente investigadas. Por si fuera poco, en el mismo Auto de apertura del juicio oral se dice que no es posible suspender al Fiscal General del Estado porque “hay un vacío legal”. Es una forma deliberadamente dañina de ocultar la realidad: no se puede hacer, porque no está permitido. Sería lo mismo que decir que un vacío legal impide condenarlo al destierro o a ser azotado. Es algo que simplemente no se puede hacer, pero al llamarlo “vacío legal” el Auto judicial consigue transmitir la idea de que es algún tejemaneje socialista.  Este cúmulo de irregularidades permite entender que efectivamente estamos ante un juicio político. Que se va a juzgar al Fiscal General del Estado, aunque no hay pruebas en su contra, para dañar al presidente del Gobierno que lo nombró. El objetivo, en este sentido, parece ser forzar la dimisión del Fiscal General; hacer pasar al gobierno por un ejecutivo delictivo y demostrarle que la derecha judicial no va a permitirle nunca que nombre a un Fiscal del Estado de su confianza, a pesar de que sea una característica esencial de nuestro sistema político. El problema es que estos jueces, al intentar dañar a Sánchez (no sabemos si de manera consciente) vienen realmente a deslegitimar todo nuestro sistema democrático. El propio instructor, en el Auto de apertura de juicio oral se permite incluir un reproche moral diciendo que el fiscal general –de cuya culpabilidad no parece tener dudas, aunque tampoco pruebas- al delinquir “pone en cuestión el prestigio de la institución”. Seguramente esté ahí el quid de la cuestión. Tenemos magistrados que se creen con derecho a decidir qué daña y qué no al prestigio de la fiscalía.  Pese a todo, lo cierto es que el hecho de que el fiscal general tenga que sentarse en el banquillo de los acusados daña el prestigio de nuestras instituciones. Aunque no lo haga por sus propios actos demostrados, sino por decisiones judiciales que no cuentan con indicios suficientes para ello… y que, como ya es habitual, funcionan con una sorprendente coordinación con el principal partido de la oposición. A nadie le extraña y que estas medidas judiciales hayan alimentado declaraciones incendiarias del Partido Popular en las que hablan de bochorno institucional y se rasgan las vestiduras por el hecho de que el fiscal sea juzgado. Unos toman decisiones poco jurídicas, los otros las convierten en munición política. En todo caso, que se trate de un juicio político no permite esquivar la realidad: el máximo responsable de nuestra fiscalía va a tener que sentarse en el banquillo de los acusados; lo va a hacer, además, en un juicio en el que participan fiscales teóricamente sometidos a su autoridad. En esta situación, aunque sea terriblemente injusto, quizás el Fiscal General deba empezar a valorar la posibilidad de su dimisión. Es cierto que eso supone darle a la caverna judicial y a su brazo político popular justo lo que está buscando: su cabeza. Sin embargo, cuando parte de nuestra judicatura parece convertida en hooligans derechistas dispuestos a reventar lo que haga falta para echar a los socialistas, alguien debe mantener la altura de miras y anteponer la estabilidad del sistema político a sus propios intereses. A muchos de nuestros jueces, a la par con el Partido Popular, no les cuesta lo más mínimo dañar a España y debilitar la confianza en la justicia para alcanzar sus miserables objetivos políticos. Álvaro Ortiz, Fiscal General del Estado, debe ahora valorar la posibilidad de sacrificar su propia carrera para evitar el deterioro institucional que ellos han causado. La injusticia de la persecución que está sufriendo explicaría que no lo hiciera. Políticamente, tampoco debe ser fácil entregar esa presa a quienes desde hace meses se la quieren cobrar. Sin embargo, en un análisis de costes y beneficios, quizás haya llegado el momento, por sentido de Estado y responsabilidad institucional.
eldiario
hace alrededor de 6 horas
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