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Cuando un Papa reaccionario fue más moderno que Trump

Cuando un Papa reaccionario fue más moderno que Trump
Su populismo idealiza lo tradicional y comunitario frente a lo extranjero, cosmopolita y experto. De ahí deriva su escepticismo hacia la ciencia, concebida como un cuerpo extraño frente a la supuesta sabiduría superior de la naturalezaLa Administración Trump se alinea con Netanyahu y considera “profundamente preocupante” la respuesta de España al genocidio israelí La Revolución francesa iniciada en 1789, junto con las guerras napoleónicas posteriores, transformó política, económica y socialmente a toda Europa. En 1815, los países europeos resultaban casi irreconocibles respecto a unas décadas antes, y el cambio fue tan profundo que ni siquiera las fuerzas reaccionarias que vencieron en Waterloo y rediseñaron Europa en el Congreso de Viena lograron que el reloj retrocediera tanto como hubieran querido. Contemporáneo a estos hechos, Edward Jenner anunciaba en 1798 el descubrimiento de la vacuna contra la viruela, considerada la primera vacuna de la historia. Combatía a una enfermedad responsable de alrededor del 10% de las muertes en Europa, con un impacto devastador en la infancia. Lejos de despreciar el hallazgo británico por venir de un país enemigo, los revolucionarios franceses lo adoptaron con rapidez y lo difundieron en los territorios bajo su influencia. Allí se impulsaron campañas de vacunación —en algunos casos obligatorias, en otros simplemente fomentadas— pese a la fuerte oposición de sectores conservadores y religiosos. Con el ejército imperial francés iban también médicos que extendieron nuevas prácticas de salud pública, y pronto comenzaron a descender las muertes por viruela. Tras la derrota de Napoleón, la presión para desmantelar sus reformas fue intensa. Por ejemplo, en Roma. Todo lo francés —y, por extensión, lo ilustrado— debía ser apartado en nombre de la tradición. Sin embargo, al igual que sucedió con la centralización administrativa, la promoción de la vacunación sobrevivió. Pío VII, un Papa reaccionario que reprimió con dureza cualquier semilla liberal —incluida la rebelión de Rafael de Riego en la España de 1820—, mantuvo sin embargo su apoyo a la vacuna. La mayoría de la población italiana, como la europea en general, era profundamente religiosa y solía percibir la vacunación como una intromisión en los designios divinos. Si a ello se añadía que la innovación procedía del invasor francés, la resistencia estaba garantizada. Aun así, Pío VII logró cambiar la narrativa: presentó la vacunación como compatible con la fe católica, promovió la inmunización de recién nacidos en hospitales y facilitó redes de vacunación en iglesias y ayuntamientos. ¿Qué pensaría Pío VII, un hombre del Antiguo Régimen, si hubiera escuchado al cirujano general de Florida, Joseph Ladapo, anunciar entre aplausos que las vacunas son “intrusiones inmorales” y que han aprobado acabar con su obligatoriedad en los colegios? ¿Y qué sobre el gobernador DeSantis que ha anunciado una nueva ley llamada “libertad médica” para extender esas prácticas anti-vacunas a todo el Estado? No lo sabremos, porque Pío VII murió en 1823, hace más de dos siglos. Pero la comparación resulta sugerente. La primera enseñanza es clara: ningún avance está consolidado para siempre. Todos son objeto de disputa política. De hecho, aunque Pío VII defendió con audacia una reforma impopular, su sucesor, León XII, dio marcha atrás y dejó la vacunación al criterio de las familias. Algo inquietantemente parecido a lo que defiende hoy la extrema derecha estadounidense, cuyo discurso antivacunas, marginal hace apenas unos años, ha alcanzado posiciones de gran alcance en el país más poderoso del mundo. En segundo lugar, la extrema derecha norteamericana se articula sobre un profundo rechazo a la Ilustración. Su populismo idealiza lo tradicional y comunitario frente a lo extranjero, cosmopolita y experto. De ahí deriva su escepticismo hacia la ciencia, concebida como un cuerpo extraño frente a la supuesta sabiduría superior de la naturaleza. La idea no es nueva: nunca ha desaparecido esa creencia irracional en que nadie mejor que el cuerpo humano para defenderse de virus y bacterias; y, si la muerte finalmente acontece, será porque Dios así lo ha querido. En tercer lugar, el trumpismo no se limita a Estados Unidos: lleva años contagiando al resto del mundo. Tanto sus formas como sus contenidos y estrategias se replican. El desprecio a la ciencia es un rasgo común, y el negacionismo climático uno de sus ejemplos más claros. En Noruega, la extrema derecha ha superado recientemente a los conservadores con un programa que insiste en abrir nuevos yacimientos de petróleo. Su líder, exministra, se caracteriza precisamente por posiciones negacionistas y contrarias a la transición energética. En cuarto lugar, el éxito de estas fórmulas radicales empuja también a los conservadores a imitarlas para no ser sobrepasados. La estrategia no está dando frutos: tampoco en España, donde la extrema derecha sigue creciendo mientras los populares retroceden. Sin embargo, dirigentes como la presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso perseveran en la radicalización, hasta el punto de justificar el genocidio del pueblo palestino con tal de mantener una confrontación total con el gobierno progresista. Quizá la sólida conciencia social sobre el valor de las vacunas haya evitado que las derechas españolas copien también el discurso antivacunas. Vox lo intentó con la consigna del “virus chino”, pero fracasó. Y, aun así, conviene no dar nada por sentado. La paradoja también es evidente: un Papa del Antiguo Régimen, firme opositor al liberalismo y censor de las libertades políticas, fue capaz de comprender mejor que muchos líderes actuales la necesidad de defender la ciencia -o una parte de ella- frente a los prejuicios y los fanatismos. Que dos siglos después tengamos que escuchar a la extrema derecha —a los mencionados, pero también al conspiranoico Robert F. Kennedy Jr.— despreciar las vacunas o negar el cambio climático nos recuerda algo incómodo: a veces el presente puede ser más reaccionario que el pasado. Pío VII, que persiguió a liberales y constitucionalistas, supo sin embargo defender algunos aspectos de la salud pública que hoy son cuestionados. Hoy, líderes como Trump, DeSantis y su legión de seguidores internacionales, ni siquiera son capaces de llegar tan lejos. Todo indica que estamos entrando en un tiempo más oscuro, en el que las sociedades, sacudidas por crisis económicas, ecológicas y geopolíticas, tienden a inclinarse hacia la derecha. El miedo al cambio, la inseguridad material y la nostalgia de un pasado idealizado alimentan discursos que prometen protección a cambio de derechos y libertades consolidadas. Es una auténtica pulsión por desandar lo ya conquistado. En este contexto, cada innovación científica o social es percibida como una amenaza a un orden tradicional que se presenta como natural e inmutable. El resultado es un clima político en el que lo reaccionario no solo resiste, sino que marca la agenda, arrastrando incluso a las fuerzas conservadoras clásicas hacia una radicalización que las convierte en caricatura de sí mismas. Es urgente hacerse una idea del reto, porque el triunfo de la reacción siempre tiene consecuencias. Tras Napoleón, y a pesar de la gesta de 1812, a España le costó más de veinte años deshacerse definitivamente del absolutista Fernando VII. Y en cierta medida todavía sufrimos muchas consecuencias de la gangrena que los reaccionarios de entonces provocaron en el sistema político, económico y social de nuestro país. 
eldiario
hace alrededor de 6 horas
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