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El fracaso de la política frente a la reducción de la jornada

El fracaso de la política frente a la reducción de la jornada
Los partidos que votaron en contra, Vox, PP y Junts, se escudaron en problemas de forma y en cómo la medida iba a impactar a las empresas menos dinámicas de la sociedad para echar abajo una idea que debía ser de sentido común La institución que define nuestra época –más que la democracia, que la familia nuclear o que la educación– es el trabajo. El empleo asalariado, esa división tajante entre la vida privada y la vida productiva que ha ordenado la existencia en la Edad Contemporánea, ni siquiera existía hasta este minúsculo fragmento de la historia que nos ha tocado vivir.  En sus 250 años de vida ha habido dos momentos claves. El primero fue en la primera mitad del siglo XIX, cuando nació. Para transformar una sociedad familiar, agraria y dispersa en un mundo industrial hipercomplejo hubo que cincelar a las personas a la medida del trabajo. Para ello se extendió la educación formal, aparecieron los horarios, los relojes, la disciplina y el consumo. Hasta nacieron las primeras grandes ciudades.  Para corregir a todos aquellos que amenazaban con salirse del tiesto se promulgaron leyes de “vagancia” que prohibían e imponían severos castigos a quien no trabajase. Se asociaron todos los beneficios de la organización social –como las pensiones o el acceso a la vivienda de protección oficial– a la participación en la producción y el trabajo pasó a constituir la columna vertebral de la estructura social. Por eso desde el momento en que nacemos nos vamos modelando para ser trabajadores, casi antes que personas. El segundo momento crítico en la historia del trabajo es este que estamos viviendo hoy: el de su desaparición.   Aunque formalmente sigamos empeñados en mantener con vida artificialmente su cuerpo inerte, lo que hoy entendemos por “trabajo” no es más que una carcasa de lo que fue. Esa institución que ordenaba la vida en la segunda mitad del siglo XX está muriendo.  El empleo ligado a la “producción” de algo tangible y reconocible está en mínimos históricos. Nadie fabrica ya un objeto entero en una cadena de montaje: los pocos puestos industriales que sobreviven forman parte de cadenas globales de valor, dispersas e impersonales, sin nombre ni rostro. La mayoría de la gente tendrá a lo largo de su vida decenas de trabajos sucesivos en los que no se involucrará más allá de lo imprescindible para llegar a cobrar. Esas empresas que funcionaban como familias –para lo bueno y para lo malo– y que constituían una parte esencial de la identidad y de la vida de la gente han desaparecido. Mientras tanto, el 85% de los trabajadores no se siente vinculado a su empleo y hasta el 40% en algunos países piensa que su trabajo es “completamente inútil”. Como escribió David Graeber: “La enorme proliferación de empleos inútiles que nadie puede justificar es el testimonio más claro de que hemos creado un trabajo por el trabajo mismo.”   Al mismo tiempo, los salarios cada vez representan una parte más pequeña del PIB. Alguien dirá que es porque las condiciones de la negociación con el capital están amañadas, pero a nadie se le escapa que también tiene algo que ver con que el trabajo cada vez es menos necesario en la producción.  Y tiene todo el sentido que sea así. La lógica de la industrialización siempre fue precisamente esa: ser cada vez más eficientes, esto es, hacer cada vez más, con menos. Por eso existe esa frustración tan gaseosa pero, al mismo tiempo, tan evidente con el empleo: nos habíamos prometido a nosotros mismos que no iba a ser para siempre y aquí seguimos, atados a la pata de la semana laboral. Hace 100 años una reducción radical de la jornada redujo en un tercio las horas trabajadas (de 60 a 40 semanales) en muy poco tiempo. Fue aquella transformación la que hizo posible que una parte muy importante de la gente estudiara en la universidad, que existan el turismo y el ocio y hasta que nos escandalicemos cuando alguien dice que leer no es tan fructífero. Vivimos en una sociedad abundante que nunca hubiera existido si hubiéramos seguido trabajando como en el siglo XIX.  Durante los momentos más duros del COVID, cuando parecía que el mundo iba a cambiar de la noche a la mañana y todo el mundo estaba abierto a nuevas ideas, un enjambre de activistas, empresarios y partidos políticos consiguió poner sobre la mesa una idea en muchos países al mismo tiempo: había llegado el momento de reducir la jornada laboral a cuatro días a la semana. La idea concitaba un consenso extraordinario. Uno detrás de otro, todas las encuestadoras mostraban como la inmensa mayoría de la población global estaba a favor de la medida. Y no solo los trabajadores. En EEUU, el 60% de los empresarios también apoyaba la iniciativa.  En España, el 94% de los trabajadores, una de cada cuatro empresas y muchas grandes directivas se pronunciaron a favor de la iniciativa. Hasta Alberto Núñez Feijóo, presionado por la popularidad de la idea, planteó alguna forma de llevarla a cabo (a su manera).  La votación de este miércoles en el Congreso de los Diputados ha sido una desgracia. Una medida mucho menos ambiciosa, que en realidad solo afecta a los pocos convenios colectivos que todavía obligan a hacer 40 horas, no consiguió los votos necesarios para salir adelante. Los partidos que votaron en contra, Vox, PP y Junts, se escudaron en problemas de forma y en cómo la medida iba a impactar a las empresas menos dinámicas de la sociedad para echar abajo una idea que debía ser de sentido común.  Fue el enésimo gesto de una clase política completamente desconectada de los deseos de la gente que rehúye todo el rato los grandes debates y se esconde en excusas de mínimos para generar divisiones donde no las hay.  Aunque solo sea por sacudirnos la profunda sensación de derrota cabe pensar que la votación nos deja una lección sobre los límites de lo posible. En un tiempo convulso como el que estamos viviendo, apuntar más bajo no conduce a facilitar los acuerdos. Son las propuestas más valientes las que son capaces de concitar la energía necesaria para forzar a los actores más inmovilistas a cambiar sus posiciones.  Durante su intervención, Yolanda Díaz llamó la atención en varias ocasiones sobre la naturaleza continua del progreso. Esta medida no se va a aprobar aquí, pero eso no quiere decir que aquí termine la batalla por la reducción de la jornada laboral.  Habrá que tomarle la palabra.
eldiario
hace alrededor de 6 horas
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