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Cómo era la Operación Salida en los 70: el Renault 5 reinaba en carreteras menos masificadas y más peligrosas

Para entender cómo era una «Operación Salida» en las carreteras españolas en los años 70, la década en que el Renault 5 original (lanzado en 1972 y rápidamente convertido en un fenómeno) comenzaba a poblar las vías, debemos transportarnos a una realidad muy diferente a la actual. Aquellos veranos eran un microcosmos de una España que se abría al turismo de masas y al incipiente desarrollo del motor, pero con infraestructuras y hábitos muy distintos. El sueldo medio en España a mediados de los años 70 se situaba en torno a las 22.000 pesetas al mes, lo que equivaldría a algo más de 120 euros actuales (aunque esta conversión es meramente ilustrativa y no refleja el poder de compra real). El Salario Mínimo Interprofesional (SMI) en 1977, por ejemplo, se había fijado en 15.000 pesetas mensuales. Con estas cifras, la adquisición de bienes de primera necesidad ocupaba una parte significativa del presupuesto familiar. En cuanto a la vivienda, el sueño de un piso propio era ambicioso. Un piso medio en una ciudad como Lugo podía acercarse a los 2 millones de pesetas (unos 12.000 euros), mientras que en zonas de Madrid, un apartamento se ofertaba por 1,5 o 1,6 millones de pesetas. Esto implicaba que la compra de una vivienda representaba un esfuerzo financiero colosal, a menudo requiriendo décadas de ahorro y endeudamiento, incluso para la clase media. La cesta de la compra y el ocio también presentaban precios que hoy nos parecen irrisorios. Una barra de pan rondaba las 4-5 pesetas a principios de los 70, y se acercaba a las 50 pesetas a finales de la década o principios de los 80. Comer fuera era más una excepción que una costumbre diaria; un menú en un restaurante podía oscilar entre las 600 y 975 pesetas. La gasolina súper, combustible estrella de la época, tenía un precio que rondaba las 24 pesetas el litro a mediados de los 70. Estos precios, aunque bajos en valor absoluto, debían compararse siempre con los salarios de la época, ofreciendo una visión más clara del coste real de la vida. En los años 70, el parque automovilístico español era considerablemente menor que hoy. Aunque el Renault 5 representaba una modernidad y un coche accesible, la posesión de un vehículo propio seguía siendo un lujo para muchas familias. Si bien el Renault 5, lanzado en 1972 y ganador del primer premio ABC al Coche del Año en España, y se convirtió rápidamente en un símbolo de modernidad y eficiencia, compartió protagonismo en nuestras carreteras con una serie de vehículos que definieron el paisaje automovilístico de la España de entonces. Estos coches no solo transportaban personas, sino también sueños y el espíritu de una sociedad en plena evolución. El rey indiscutible de las carreteras españolas en el inicio de la década seguía siendo el Seat 600. Aunque su diseño era de los años 50, su popularidad se mantuvo en los primeros años 70. Representaba el acceso de la clase media a la motorización, un coche económico y manejable, ideal para las estrechas calles de las ciudades y los primeros viajes familiares. Su motor trasero de unos 25 CV y su tamaño compacto lo hacían ágil, aunque algo justo en carretera. Su precio de salida, que en los años 70 rondaba las 70.000 pesetas (unos 420 euros actuales, pero con un poder adquisitivo muy distinto), lo hacía una opción viable para muchas familias. Con la llegada de la década y la necesidad de vehículos más modernos y espaciosos, el Seat 127 (lanzado en 1972, el mismo año que el R5) se erigió como el digno sucesor del 600 y rival directo del Renault 5. Este modelo supuso una revolución para Seat: un motor delantero transversal, tracción delantera, y un diseño más amplio y funcional, disponible en versiones de 2 y 4 puertas. Con motores que partían de unos 47 CV, ofrecía un rendimiento superior y un mayor confort, convirtiéndose en el coche más vendido de España durante varios años. Su precio se situaba en torno a las 130.000 pesetas (unos 780 euros), reflejando su modernidad y mayores prestaciones. Otro icono de la época que aportaba un toque de originalidad y robustez era el Citroën 2CV. Aunque su diseño era aún más veterano que el del 600, su suspensión blanda, su versatilidad y su capacidad para adaptarse a cualquier terreno (desde el asfalto hasta los caminos rurales) lo hicieron muy querido, especialmente en zonas rurales y entre la población más joven o bohemia. Su motor bicilíndrico de apenas 9-12 CV era modesto, pero su ligereza y simplicidad eran sus bazas. El 2CV, con un precio cercano a las 90.000 pesetas (unos 540 euros), ofrecía una alternativa diferente a la sobriedad de los Seat y la modernidad del Clio. Pero no todo eran utilitarios. También rodaban con éxito algunos de los modelos familiares más relevantes de la época en España. Por ejemplo, el Seat 124. Era una de las opciones más populares y representativas de los coches familiares en la España de los 70. Basado en el exitoso Seat 124, su versión familiar ofrecía un maletero mucho más amplio y un portón trasero que facilitaba la carga. Era robusto y fiable, ideal para las familias numerosas o para quienes viajaban con mucho equipaje. Para quienes tenían más solvencia económica y querían más potencia estaba en el catálogo de la marca española el Seat 1430 Familiar: Derivado del 1430 (la versión más potente y lujosa del 124), el 1430 Familiar combinaba las ventajas de espacio con un motor más prestacional, lo que lo hacía adecuado para viajes más largos y cargados. Una alternativa era el Renault 12, producido por FASA-Renault en España. Este coche fue otro pilar de las familias españolas en los 70. Su versión familiar, con su diseño alargado y gran capacidad de carga, era muy valorada por su fiabilidad y comodidad en carretera. No podemos olvidarnos del Simca 1200, que para viajar en familia contaba igualmente con su versión Familiar (o «Break»): Este modelo, fabricado por Barreiros (luego Chrysler España), también tuvo una versión familiar muy apreciada por su espacio interior y su versatilidad. Con el incipiente desarrollo del turismo de masas, las costas españolas se convirtieron en el epicentro de las vacaciones familiares, aunque alojarse en un hotel seguía siendo un desembolso considerable para muchos. Lejos de la diversidad de opciones actuales, el destino predilecto por excelencia para los españoles era, sin duda, la playa. Las costas mediterráneas y del sur se consolidaron como los puntos de peregrinación estival, marcando el inicio de una cultura del turismo de sol y arena que perdura hasta hoy. Las playas del Levante, como la Costa Brava, la Costa Blanca (Benidorm, Alicante), y la Costa del Sol (Málaga), eran los epicentros del veraneo. También las playas del Cantábrico, como las de Asturias y Cantabria, atraían a veraneantes, especialmente de Madrid. Estas zonas ofrecían el ansiado descanso y sol, y empezaban a desarrollar infraestructuras turísticas adaptadas a la demanda creciente, aunque aún básicas comparadas con la sofisticación actual. Para muchas familias, las vacaciones seguían implicando el alquiler de un apartamento, el uso de segundas residencias de familiares, o incluso el auge del camping, que ofrecía una opción mucho más económica y aventurera. Alojarse en un hotel era, para muchas familias, un lujo o una ocasión especial. Los precios variaban considerablemente según la categoría y la ubicación, pero una noche en un hotel de costa de categoría media-baja podía rondar las 600-1.000 pesetas (aproximadamente entre 3,6 y 6 euros, un valor muy distinto al actual dada la inflación y el poder adquisitivo de la época). Si bien hoy esto parece irrisorio, al compararlo con el sueldo medio mensual de unas 22.000 pesetas, una semana de hotel podía suponer una parte muy significativa del salario. Esto explica por qué las opciones más populares eran los alquileres vacacionales prolongados, que permitían a las familias pasar gran parte del verano en la costa con un coste más asumible. El turismo internacional también empezaba a despegar con fuerza, especialmente en Baleares y Canarias, trayendo divisas y contribuyendo al desarrollo de las infraestructuras hoteleras. Sin embargo, el turista español de los 70, con su Renault 5 o su Seat 127 cargado hasta los topes, vivía una experiencia vacacional más enfocada en la familia, la sencillez y el disfrute de la naturaleza, con la playa como el destino soñado y el hotel como un confort que no siempre estaba al alcance de todos los bolsillos. Las carreteras se llenaban en los momentos clave de las vacaciones, la densidad de tráfico no alcanzaba los niveles de megacongestiones actuales. Sin embargo, los viajes eran, paradójicamente, más largos y agotadores. Las autovías eran escasas y la mayoría de los desplazamientos se realizaban por carreteras nacionales y comarcales, de una sola calzada y doble sentido. Esto implicaba constantes adelantamientos, lentitud debido a la presencia de camiones y vehículos agrícolas, y un riesgo mucho mayor. La tecnología vial y los medios de gestión de tráfico de la DGT (Dirección General de Tráfico) eran rudimentarios comparados con los actuales. No existían los complejos sistemas de control, cámaras, paneles informativos o helicópteros con los que se cuenta hoy. La regulación del tráfico dependía en gran medida de la presencia física de los agentes de la Guardia Civil de Tráfico, que dirigían manualmente la circulación en los puntos críticos, especialmente en las salidas y entradas de las grandes ciudades y en los accesos a la costa. La información sobre el estado de las carreteras se transmitía principalmente a través de la radio, con boletines emitidos a horas fijas. Los años 70 se caracterizaron por una elevada siniestralidad en carretera. La falta de infraestructuras adecuadas se sumaba a unas medidas de seguridad en los vehículos mucho más básicas (cinturones de seguridad menos extendidos y obligatorios, ausencia de airbags, etc.) y a una menor concienciación social sobre los peligros al volante. El consumo de alcohol al volante era un problema más extendido y las normas de tráfico eran menos estrictas o su cumplimiento, menos vigilado. Cada «Operación Salida» era un reto logístico y de seguridad, con cifras de accidentes y víctimas mortales que hoy serían impensables. En este contexto, el Renault 5, con su agilidad y tamaño compacto, ofrecía una nueva forma de moverse, pero no eximía a sus ocupantes de los riesgos inherentes a la carretera de aquella época.

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