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El sentido de la Historia y las noticias de hoy

A principios del verano de 1820, un filósofo de 37 años llamado Arthur Schopenhauer empezó a dar clases en la Universidad de Berlín. Schopenhauer odiaba a Friedrich Hegel, estrella docente de aquella universidad y gran tótem del pensamiento alemán de la época. Arrogante como siempre, Schopenhauer desafió a Hegel: hizo coincidir el horario de sus clases con las de él. Sólo cinco alumnos se inscribieron en el primer curso de Schopenhauer. Ninguno se quedó hasta el final. Ambos filósofos diferían en muchas cosas. Una me parece esencial: el concepto de la Historia. Quizá la primera pregunta que debe hacerse el humano, previa incluso a cuestiones como si existe o no un dios o cuál es el sentido de la vida, se refiere a la Historia. ¿Se mueve, pese a vaivenes y retrocesos ocasionales, en dirección a un fin? Hegel decía que sí. Con sucesivas síntesis de contradicciones, según Hegel, la Historia progresaba. Para el orientalista Schopenhauer, por el contrario, el movimiento de la Historia tendía a lo circular: un deambular humano sin principio ni fin, marcado por el sufrimiento y la repetición. Las ideas que chocaron en la Universidad de Berlín durante aquel verano, 225 años atrás, mantienen el máximo interés. En general, la humanidad de nuestro tiempo ha interiorizado el concepto lineal de la Historia y cree, por tanto, en el progreso. No habrían existido ni la Ilustración ni la modernidad sin esa fe. Resulta imposible ser de izquierdas sin la convicción de que el mundo evoluciona con los siglos y, de alguna forma, progresa hacia una mayor justicia. El marxismo bebe de Hegel. Incluso el pensamiento conservador clásico se atiene (sin grandes entusiasmos) a una cierta idea del progreso relacionada más bien con la prosperidad. Sobra decir que todas las religiones monoteístas se construyen sobre la Historia lineal: tienen un principio y la promesa de un final. La filosofía posmoderna cuestiona la linealidad. Y la obra de Schopenhauer, un misántropo atrabiliario, encarnación del más puro pesimismo, parece adecuarse de forma inquietante a nuestro presente y nuestro pasado reciente. Si consideramos los misiles, los semiconductores o los ordenadores cuánticos como lo que son, simples accesorios que cambian nuestra forma de vivir pero no nuestra vida, podemos ver en Gaza un cuadro atroz del Bosco o una guerra de exterminio del imperio asirio. Y si dirigimos la vista hasta un siglo atrás, comprobaremos que la propaganda del odio y la fascinación totalitaria que caracterizaron los horrores del siglo XX dominan también nuestro presente. Considerábamos imposible un Auschwitz después de Auschwitz. Pero ya no parece tan imposible: en pequeño formato, proliferan como agujeros negros esos mismos colapsos de la humanidad. Habíamos catalogado como imposible que el pueblo más victimizado durante siglos, el judío, adquiriera el odio y la saña de los peores verdugos. Y, sin embargo, de nuevo Gaza. Cabía suponer que la era soviética dejaría algún tipo de impronta en el pueblo ruso. Pero ha vuelto el zarismo en su forma más descarnada. No podía concebirse que la sociedad estadounidense, basada originalmente en la tolerancia religiosa y los derechos del individuo (blanco), abrazara un sistema dictatorial y excluyente. Pero ahí está Donald Trump. La ceguera con que Europa caminó hacia la Gran Guerra se había estudiado lo bastante a fondo como para hacer imposible que pudiera repetirse. Y, sin embargo. Para Schopenhauer, la existencia era el resultado de una voluntad tan poderosa como estéril y conducía, de forma inexorable, al dolor y al tedio. Su fatalismo, su idea de que el mal es el origen de todo, su recelo hacia la humanidad, se ajustan con fidelidad al mundo de hoy. Permanece una pequeña anomalía: nos aferramos al concepto del progreso lineal, aunque actuemos, y esa es nuestra desgracia, como si la Historia trastabillara en círculos y nada tuviera remedio.

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