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La Vuelta, Palestina y la banalidad del espectáculo

Con Sudáfrica lo entendimos sin matices: su exclusión de competiciones deportivas fue una herramienta fundamental para aislar al régimen. Con Israel, en cambio, se ha preferido mirar hacia otro lado. Y si ya era injustificable entonces, en medio de un genocidio resulta sencillamente obscenoRadiografía del blanqueamiento de Israel en el deporte mientras comete un genocidio en Gaza “Dejad el deporte fuera de la política”. Ese es el mantra que repiten organizadores, federaciones y hasta dirigentes públicos cada vez que surge una polémica. La Vuelta Ciclista a España no ha sido la excepción. Ante las protestas ciudadanas que exhiben banderas palestinas y denuncian la participación del equipo Israel Premier Tech, el director de la Vuelta, Javier Guillén, no solo reivindicó esa supuesta neutralidad: fue más allá, y calificó esas protestas pacíficas de “violencia”. Pero no hay nada neutral en esa decisión. Invitar a un equipo que representa a un Estado acusado de genocidio no es un gesto técnico ni deportivo: es una decisión política. Y una provocación moral, un acto de sportswashing que convierte al deporte en una forma de legitimar el exterminio en Gaza. Y aquí conviene detenerse: ¿dónde está la violencia? ¿En una bandera desplegada por un aficionado? ¿En una pitada contra un equipo? No. La violencia está en los bombardeos sobre hospitales, en los niños asesinados, en el bloqueo que condena a un pueblo entero al hambre. Esa es la violencia real. Llamar “violencia” a una protesta pacífica mientras se blanquea un crimen de lesa humanidad es una obscena inversión del lenguaje. Lo que debería haber hecho Guillén no es criminalizar una protesta pacífica, sino hacer todo lo posible para impedir que viniera el equipo israelí. Invitarle no era una obligación reglamentaria: fue una elección. El Israel Premier Tech no es un proyecto deportivo cualquiera. Es una herramienta de propaganda cuidadosamente diseñada. Su fundador, el multimillonario Sylvan Adams, se define como un ‘embajador no oficial’ de Israel y utiliza el deporte de élite para lavar la imagen internacional del Estado. Adams ha financiado grandes operaciones de sportswashing, desde llevar a Madonna a Eurovisión en Tel Aviv hasta organizar la salida del Giro de Italia desde Jerusalén en 2018. Su objetivo declarado es proyectar al mundo una cara amable de Israel mientras el ejército arrasa Gaza. Cada pedalada de ese equipo no es solo deporte: es parte de una estrategia política de blanqueamiento. En realidad, este equipo nunca debió haber sido invitado. No ahora, en plena ofensiva militar contra Gaza, pero tampoco antes. Desde hace años, organismos internacionales y organizaciones de derechos humanos denuncian que Israel mantiene un sistema de apartheid sobre la población palestina. Con Sudáfrica lo entendimos sin matices: su exclusión de competiciones deportivas fue una herramienta fundamental para aislar al régimen. Con Israel, en cambio, se ha preferido mirar hacia otro lado. Y si ya era injustificable entonces, en medio de un genocidio resulta sencillamente obsceno. La historia nos advierte. En 1936, los Juegos Olímpicos de Berlín sirvieron para proyectar una imagen amable del nazismo mientras se gestaba la maquinaria del exterminio. Muchos pidieron entonces su boicot y, en Barcelona, se organizó la Olimpiada Popular: un evento internacional antifascista que iba a reunir a miles de atletas de 23 países. No pudo celebrarse por el golpe de Estado de Franco, pero quedó como símbolo de que el deporte puede ponerse del lado de la justicia. Poco después, los trenes comenzaron a partir hacia Auschwitz. Con Sudáfrica ocurrió lo contrario: su exclusión de eventos deportivos y culturales fue clave para aislar al régimen del apartheid. Y tras la invasión de Ucrania, nadie cuestionó la expulsión de Rusia de competiciones internacionales. ¿Por qué con Rusia sí y con Israel no? Los precedentes son claros: cuando se trató de otros regímenes, el deporte supo marcar distancias. Sin embargo, en el caso de Israel, se ha optado por mirar hacia otro lado. El silencio institucional es ensordecedor. En España, ni el Consejo Superior de Deportes, ni el Comité Olímpico Español, ni la Federación Española de Ciclismo han dicho nada. Y lo más grave: tampoco lo ha hecho la ministra de Deporte, Pilar Alegría, cuya obligación política es garantizar que el deporte español respete los valores democráticos y los derechos humanos que la ley consagra. Callar ante esta situación convierte al Gobierno en cómplice por omisión. Tampoco RTVE puede alegar neutralidad. Es la televisión pública y, por tanto, su mandato legal es claro: defender los derechos humanos y no dar cobertura a la propaganda de un Estado que los viola sistemáticamente. Sin embargo, cuando el 27 de agosto una parte del público dedicó una sonora pitada al equipo israelí, RTVE decidió cortar la retransmisión y pasar a publicidad. En lugar de mostrar la protesta ciudadana, la ocultó. Como si el deber de una televisión pública fuera proteger al poderoso y silenciar al pueblo. Hace dos años, RTVE fue valiente al criticar la presencia de Israel en Eurovisión. Hoy, esa coherencia se ha evaporado. En este contexto, no basta con alegar neutralidad. La neutralidad en medio de un genocidio es complicidad. Lo entendimos con Rusia y Ucrania, pero lo olvidamos con Palestina. Lo comprendimos con Sudáfrica, pero lo obviamos ante Israel. El deporte, como la cultura, puede ser un altavoz de libertad o un instrumento de encubrimiento. Hannah Arendt lo llamó la banalidad del mal: el horror camuflado en gestos burocráticos, decisiones técnicas, discursos aparentemente neutros. Hoy asistimos a su versión deportiva: la banalidad del espectáculo. Walter Benjamin lo anticipó con otra fórmula precisa: “No hay documento de cultura que no lo sea también de barbarie”. Tampoco hay gran evento deportivo que no proyecte, bajo sus luces y banderas, la sombra de aquello que decide callar. Cuando RTVE corta la señal para ocultar una protesta, cuando la Vuelta decide invitar a un equipo que es pura propaganda de Estado, cuando la ministra guarda silencio, no estamos ante omisiones casuales. Son decisiones políticas. Es la estetización de la violencia. La barbarie con música de fondo. La masacre cubierta por una pancarta de “deporte limpio”. Eurovisión se presenta como música y diversidad. La Vuelta, como deporte y convivencia. Pero cuando ambos escenarios prestan sus focos al verdugo y castigan a la víctima, esos valores no solo suenan huecos: suenan obscenos. Lo que sorprende no es la protesta con banderas palestinas, sino que haya tan pocas. En un contexto de genocidio, la protesta no es violencia: es el último gesto de dignidad. Lo verdaderamente escandaloso no es la rabia de la gente, sino la calma con que Europa acepta que sus instituciones deportivas y culturales se conviertan en altavoces de un crimen de lesa humanidad. En Auschwitz aprendimos —o creímos aprender— que la cultura y el deporte no pueden ser neutrales ante la barbarie. Que cuando lo son, dejan de ser cultura o deporte y se convierten en propaganda. Hoy, cuando Gaza arde y la Vuelta sonríe, esa lección vuelve a golpearnos en la cara.

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