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De la amenaza militar a la amenaza judicial

De la amenaza militar a la amenaza judicial
El recurso directo de amparo ante el Tribunal Constitucional para la objeción de conciencia fue una pieza clave para la penetración de la Constitución en el ordenamiento jurídico y en la práctica judicial El “poder militar” no ha existido nunca en los textos constitucionales españoles, pero la historia constitucional de España no se entiende sin la presencia de un “poder militar”, que se ha autoatribuido una suerte de función de vigilancia sobre el “poder civil”, que podía y solía acabar conduciendo recurrentemente a la sustitución de la vigilancia por el ejercicio real y efectivo del poder por las fuerzas armadas. Conjurar esa función de vigilancia del sistema político con la inercia de intervenir directamente en él por parte del poder militar fue el objetivo del proyecto constitucional canovista de la Restauración de 1876. Por primera vez en la historia constitucional de la “Monarquía Española” se hacía visible un proyecto civil de dirección del Estado, que excluía la intervención del poder militar. La operación fue formalmente exitosa, aunque materialmente no tanto, ya que, si es verdad que los golpes militares dejaron de hacer acto de presencia como instrumento del cambio de Gobierno, no lo es menos que condicionaron de forma recurrente el ejercicio del poder por parte del Gobierno Constitucional salido de las urnas. La amenaza de la vigilancia militar no desapareció nunca en la España de la Restauración.  Tanto va el cántaro a la fuente que al fin se rompe, reza un conocido refrán. Es lo que ocurriría en 1923. Entre la opción “parlamentaria” y la “militar” que suponía la votación del Informe Picasso sobre el “desastre de Annual”, Alfonso XIII se decantaría por la opción militar, poniendo fin con ello al sistema constitucional de la Restauración, que sería sustituido por la Segunda República. La democracia como forma política tendría su origen en la incapacidad de la monarquía española para convertirse en una monarquía parlamentaria. La República no llegó como consecuencia de un asalto al poder, sino de la descomposición del sistema canovista. Una manifestación tan subalterna de la legitimación democrática como eran las elecciones municipales que se convocaron en 1931, fue suficiente para poner fin a la Monarquía e iniciar la experiencia republicana. Experiencia republicana que se vería amenazada de manera casi permanente por el poder militar, que acabaría imponiéndose al poder civil con un golpe de Estado, que desembocaría en una Guerra Civil y en una dictadura militar de algo más o algo menos de cuarenta años, según como se interpreten los tres años que van de la muerte del general Franco el 20 de noviembre de 1975 a la entrada en vigor de la Constitución el 29 de diciembre de 1978. Cuando, tras la muerte del general Franco, se inicia la Transición, el temor a que dicha operación fuera interrumpida por la intervención del poder militar no dejó de estar presente en ningún momento. Una vez que se apruebe la Ley de Secretos Oficiales y se desclasifique la documentación relativa a esos años, es posible, aunque no seguro, que podamos tener un conocimiento más preciso de la entidad de la amenaza del poder militar vinculado a una “trama civil”, que acompañó a la Transición como la sombra acompaña al cuerpo.  Pero, aun sin la desclasificación de dicha documentación, a nadie en España se le oculta que el poder militar estuvo presente en el proceso constituyente lato sensu que supuso La Transición. No hay ningún relato de los años de La Transición en el que no esté presente la referencia al “ruido de sables”. Obviamente, lo primero que había que evitar era la interrupción del proceso constituyente de sustitución de la Dictadura por la Democracia como consecuencia de una intervención de las fuerzas armadas. Pero inmediatamente después había que evitar un choque entre el poder político democráticamente constituido y el poder militar. La posibilidad de que el poder militar se resistiera al ejercicio del poder democrático dependiendo de cómo fuera ejercido, fue una preocupación que no desapareció con la aprobación de la Constitución. Tal posibilidad figuraba en la propia Constitución. El reconocimiento de la “objeción de conciencia” a la prestación del servicio militar como derecho fundamental en el artículo 30 de la Constitución conducía inevitablemente a un enfrentamiento con el poder militar. Y no en cualquier momento, sino en cuanto empezara la puesta en marcha del sistema constitucional. La entrada en vigor la Constitución no ponía fin a la práctica de que las Capitanías Generales dictaran anualmente los decretos mediante los que llamaban a los ciudadanos varones a incorporarse a la prestación de servicio militar. Pero la entrada en vigor de la Constitución conduciría a que, un número indeterminado, pero seguro, de ciudadanos ejercerían su derecho a la objeción de conciencia.  La Constitución no decidía de manera inequívoca como se resolvería el conflicto entre la “obligación” de prestar el servicio militar y el “derecho fundamental” a la objeción de conciencia. No se decía expresamente que la mera manifestación de voluntad de ejercer el derecho a la objeción de conciencia eximiría de la obligación de dar cumplimiento al Decreto de la Capitanía General que ordenaba la incorporación a filas. Tampoco se decía lo contrario.  Es uno de los puntos en los que se pone de manifiesto la fragilidad del poder democrático frente al poder militar en el momento constituyente del 78. Esta es una herencia de nuestro pasado constitucional de la que no se suele hablar, pero que estuvo presente. En buena lógica constitucional, lo que figura como “derecho fundamental” se impone, debería imponerse, de manera inexorable frente a todos, poder militar incluido. El ejercicio del derecho a la objeción de conciencia por el ciudadano debería eximirlo de la obligación de prestar el servicio militar. Esto es lo que debería haberse dejado dicho, pero el constituyente del 78 no se atrevió a ponerlo en la Constitución. Y no se atrevió a ponerlo porque sabía que ni el “poder militar” ni el “poder judicial” del momento estaban de acuerdo con ello. Tanto el poder militar como el poder judicial consideraban que la Constitución no era una norma jurídica directamente aplicable, sino que los derechos fundamentales en ella reconocidos exigían un desarrollo normativo por el legislador para que los ciudadanos pudieran alegarlos frente a las Capitanías Generales o frente a los Tribunales de Justicia. Sin una Ley Orgánica que desarrollara el artículo 30 de la Constitución, no se podría ejercer de manera efectiva el derecho a la objeción de conciencia. La inseguridad del poder democrático continuaba siendo tanta, incluso después de la entrada en vigor de la Constitución, que no se atrevió a aprobar dicha Ley Orgánica, inmediatamente después de la entrada en vigor de la Constitución, como sí hizo con la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional.   En la inicial puesta en marcha de la Constitución los objetores de conciencia ingresan en las prisiones militares correspondientes ante el incumplimiento de la orden de las Capitanías Generales de incorporarse a filas. En esos primeros años la obligación contenida en el Decreto de la Capitanía General se impone a la voluntad del ciudadano de ejercer el derecho fundamental contenido en la Constitución.  La solución para esta contradicción insoportable para la Constitución se produciría mediante la inclusión en el artículo 45 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional de un recurso de amparo dedicado exclusivamente a la protección del ejercicio del derecho a la objeción de conciencia, en el que, a diferencia de lo que ocurría con los recursos de amparo para la protección de los derechos reconocidos entre los artículos 14 a 29 de la Constitución, no había que agotar la vía judicial antes de acudir al Tribunal Constitucional, sino que se reconocía un recurso directo ante el Tribunal Constitucional “una vez que sea ejecutiva la resolución que impone la obligación de prestar el servicio militar”. Sabedor el Gobierno de Adolfo Suárez que ni el poder militar ni el poder judicial iban a aceptar la aplicación directa de la objeción de conciencia reconocida en la Constitución, decidió pasar por encima de ellos y elevar el asunto de manera directa a la Jurisdicción Constitucional, que, efectivamente, reconoció que la objeción de conciencia era un derecho fundamental de naturaleza constitucional y no de configuración legal y que, en consecuencia, era de ejercicio inmediato por los ciudadanos.  Con la primera sentencia del Tribunal Constitucional quedaría resuelto el problema. A continuación, se reformaría la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional mediante la Ley Orgánica 8/1984, que derogaría el artículo 45 de la LO 2/1979, poniendo fin al carácter directo del recurso amparo para la objeción de conciencia.  No fue mediante una decisión política adoptada por las Cortes Generales como se decidió la aplicación directa de la Constitución en lo relativo a la objeción de conciencia, sino que la decisión política consistió en “puentear al poder militar y judicial” y transferir al recién creado Tribunal Constitucional la respuesta a la contradicción no expresamente resuelta por el constituyente entre el “deber” de prestar el servicio militar y el “derecho fundamental” a la objeción de conciencia. “Prudencia no es cobardía” dice otro conocido refrán. Es, sin duda, lo que pensó el primer Gobierno constitucional en 1979. Elaborar un proyecto de ley y someterlo a un debate parlamentario, podía generar problemas con el “poder militar”, que se trataba de evitar a toda costa, porque no había seguridad en que se pudiera hacer frente a los daños colaterales que podría conllevar.  La estrategia o estratagema resultó acertada. La prestación del servicio militar dejó de ser un problema para los ciudadanos que quisieran ejercer la objeción de conciencia y no generó reacción alguna digna de mención en el seno de las fuerzas armadas.  Con la estrategia o estratagema de desviar el potencial conflicto al Tribunal Constitucional, el Gobierno mató dos pájaros de un tiro: 1º esquivó lo que hubiera sido en ese momento un conflicto no solamente con el poder militar, sino también con el poder judicial y 2º afirmó de manera inequívoca el carácter de norma jurídica de la Constitución, que, como he dicho antes, no era algo aceptado por el poder judicial.  El recurso directo de amparo ante el Tribunal Constitucional para la objeción de conciencia fue una pieza clave para la penetración de la Constitución en el ordenamiento jurídico y en la práctica judicial. Los poderes de naturaleza política, Cortes Generales y Gobierno, evitaron tomar una iniciativa con la que pudieran entrar en conflicto con el “poder militar” y el “poder judicial”. La relación entre el deber y el derecho, reconocidos ambos en el artículo 30 de la Constitución, es un problema de interpretación constitucional exclusivamente, que deber ser resuelto por el “máximo intérprete de la Constitución”.  Cualquier posible conflicto en el futuro con el poder militar no tendría su origen en un acto de los “órganos constitucionales de naturaleza política”, sino que, de haberlo, tendría su origen en las propias fuerzas armadas. Es lo que ocurriría el 23 de febrero de 1981. Si el “poder democráticamente constituido” no estaba dispuesto a ir a un conflicto con el poder militar, este sí estaba dispuesto a hacerlo. Independientemente de la interpretación que se tenga del 23 F y de lo que todavía nos queda por saber del mismo, sí resulta indiscutible que fue un “asalto” al Congreso lo que se produjo.  Con el fracaso de dicho intento de golpe de Estado, el “poder militar” dejaría de ser parte de nuestra historia constitucional. Sería dicho fracaso el que dio respuesta definitiva al problema que, tras la Monarquía y la Iglesia Católica, había sido el obstáculo más importante a la constitución de España como un Estado no solamente democrático, sino hasta propiamente constitucional.  Las Fuerzas Armadas han dejado de ser una amenaza para la democracia en España. La inicial fragilidad del poder democráticamente constituido en 1978 fue, ciertamente, un incentivo para el intento del golpe de Estado. Pero se acabó convirtiendo en la “trampa” en la que quedó atrapado el poder militar de manera definitiva.

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