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Pobres los que quieren mucho

Pobres los que quieren mucho
Aunque en este tiempo maldito haya ojos que se acostumbren al dolor, a la barbarie genocida, a la desigualdad extrema, aunque haya quienes lo apuestan todo al odio, la división y la violencia, nuestra obligación es saber que una vida mejor, que "una forma superior de estar en la vida", es posible Hace ya 15 días que nos dejó Pepe Mujica. Una vida entera dedicada a la lucha por mejorar la vida; una vida dura, llena de voluntad y de coherencia. En su lucha por la libertad y la justicia social —esa forma superior de estar en la vida— hoy millones encuentran inspiración y entereza. Con frases de Mujica se pueden llenar libros enteros, pero hay una cita sencilla, ni siquiera original de no ser por la forma radical con que la aplicaba a su cotidianidad, que me viene a menudo a la cabeza, hoy que los apóstoles neoliberales vuelven a repartir lecciones a quien tenga la poca memoria para escucharles.  Pobres no son los que tienen poco; son los que quieren mucho. Los pobres de Mujica no son los oprimidos, los necesitados, los que acumulan injusticias a las espaldas. Son los oligarcas, los magnates, los plutócratas que hoy buscan sin reparo asaltar las democracias. Pobre no es el pueblo que aspira al bienestar y a la justicia social; pobres son quienes oprimen, quienes extraen, quienes violentan a los pueblos para satisfacer un ansia de acumulación insaciable. La frase remite más de lo que quisiéramos al mundo en que vivimos. Los pensadores neoliberales y sus representantes en la arena política irrumpieron con la arrogancia de quien posee las claves de un saber inaccesible: solo ellos sabían cómo hacer funcionar la economía, cómo construir una sociedad próspera, cómo hacer la libertad viable. En contraposición, todos los demás no eran más que ignorantes, ilusos o siervos de un destino colectivo, gris y autoritario.  Con su lenguaje aséptico y su jerga de apariencia técnica, el pulpo neoliberal fue extendiendo extremidades hasta el último rincón de la sociedad y la cultura. Su mayor proeza fue ir más allá del programa político que todos conocemos: privatizaciones, desregulación económica, acabar con la redistribución de la riqueza, con la representación industrial de los trabajadores, convertir el Estado en un agente más de la acumulación privada de capital.  El gran éxito neoliberal fue infiltrarse en los resquicios de la vida económica y social, en la creación y el pensamiento cotidiano, en el deseo de unos y de otros, en el aire cultural de nuestro tiempo. Una sociedad sin horizontes ni anhelos colectivos, hecha sólo de individuos y familias; de consumidores, inversores, productores; de agentes económicos para los que todo es un activo financiero en acto o en potencia. Una sociedad jerárquica y estratificada, pero sin clases. Una sociedad donde valores como la igualdad, la solidaridad o la justicia social pertenecen a la ética de cada uno. Una sociedad hecha a medida de los que quieren siempre más, de los que quieren mucho. Hoy, el legado de aquel sueño colectivo muestra su verdadero rostro: un mundo roto, cada vez más desigual, violento e injusto; sociedades desgarradas por la desigualdad y la pobreza; democracias asediadas por oligarcas y fascistas que, cuando el proyecto neoliberal ya no puede siquiera prometer prosperidad, progreso y certezas para el futuro, porque ya no hay quien se las crea, se deciden a imponerlo simplemente por la fuerza.  Por eso no es el momento de contemporizar, de asumir un momento frío o defensivo, de matizar las ambiciones. Igual que el proyecto cultural del neoliberalismo vino de la mano de un proyecto económico tan radical como claro, es imprescindible que la izquierda —sobre todo en esta Europa marcadamente derechizada— haga de su programa económico un reflejo claro de los valores políticos y del horizonte social hacia el que apuntamos. Un horizonte que se expresa de forma clara: nuestro proyecto no busca otra cosa que la justicia social, es decir, que llevar la democracia a la economía.  Hablamos de crear derechos universales de ciudadanía, como una prestación por crianza o el acceso garantizado a una vivienda digna, que cristalicen con la misma plenitud con que lo hicieron el derecho a la salud, a la educación, a la jubilación o las vacaciones. Hablamos de reducir la jornada laboral y aumentar los salarios para repartir el fruto del crecimiento económico entre quienes lo producen cada día en el trabajo. Hablamos de justicia fiscal para que se dé una redistribución real de la renta, la riqueza y los recursos. Hablamos de una transición energética y digital con justicia social, con infraestructuras públicas y control democrático.  Hablamos de equilibrar la balanza y repartir el poder, haciendo que todos y todas tengan más oportunidades, más tiempo, más derecho al bienestar. Hablamos de construir las condiciones de una igualdad real, traducida en vidas mejores especialmente para quienes menos tienen. Para los muchos y la mayoría social. Eso quiere decir democratizar la economía.  Es evidente que estamos lejos de atisbar esa sociedad, pero eso es precisamente lo que define un horizonte. En nuestra acción política, en el programa de Gobierno, en cada debate social, esa es la aspiración a la que nos debemos dirigir. Eso es que intentamos hacer por ejemplo en materia de derechos sociales y de consumo: defender el derecho universal al bienestar, garantizar que ninguna empresa, por grande o poderosa que sea, esté por encima de la ley, que los ciudadanos no estén indefensos, que quienes más poder tienen no se sientan impunes. Garantizar, a fin de cuentas, unas relaciones económicas más justas, menos desiguales, escrupulosamente al servicio del interés general y de la mayoría social.  Porque aunque en este tiempo maldito haya ojos que se acostumbren al dolor, a la barbarie genocida, a la desigualdad extrema, aunque haya quienes lo apuestan todo al odio, la división y la violencia, nuestra obligación es saber que una vida mejor, que una forma superior de estar en la vida, es posible. El desafío para ello sigue siendo el mismo: derrotar a los que quieren mucho para que los más, los cualquiera, los que hacen cada día este y todos los países, tengan derecho a una vida buena, a esa vida mejor por la que luchó Mujica.

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