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Gaza en Instagram

Gaza en Instagram
Si en Gaza Europa ha perdido el alma, como decía Josep Borrell, ¿cuántos vídeos cortos de treinta segundos en Instagram quedan para que la perdamos cada uno de nosotros? Cuando abres la aplicación, como cualquiera pasando un rato gozoso a la par que levemente enfermizo; cuando te atiborras a reels, vídeos cortos de menos de un minuto, publicaciones, stories y estados; cuando sometes tu agencia al algoritmo, asumes el piloto automático y miras fijamente al abismo de la red, ¿qué mirada te devuelve? La que me devuelve a mí: un gatito bengala siendo acariciado, amasado, extendido por su dueño. Algún meme. El verano de mis amistades y de personas varias a las que sigo, un corte sobre los debates internos que está teniendo en este momento la izquierda argentina, la reacción de alguien a quien su crush ha dejado en visto durante diez semanas, más gatitos, un niño desnutrido a punto de morir en Gaza; un vídeo con personas chillando, extendiendo cazuelas y recipientes de plástico, con el titular sobreimpreso del New York Times: los gazatíes están muriendo de hambre. El Gobierno de Israel está bloqueando de forma sádica la entrada de ayuda en Gaza y la situación alimentaria ha alcanzado la fase catastrófica del riesgo de hambruna, según los últimos informes de Naciones Unidas: unas 470.000 personas viven en hambre catastrófica, número en aumento mientras el resto viven en el intersticio del colapso, entre la crisis y esa misma clasificación de catástrofe. ¿Cuántos vídeos cortos de treinta segundos hace falta visionar hasta que se sume un niño más al contador de víctimas del genocidio? Hay quien escoge no mirar. Con lo que convivimos, en este presente que nos toca, no es sólo con un genocidio mediatizado, sino con un genocidio en vivo cuyas imágenes se retransmiten en las mismas plataformas en las que absorbemos pildoritas audiovisuales de lo tierno, del amor, de rutinas de cocina, de consejos de jardinería, de rutinas de maquillaje. Es la simultaneidad convertida en batiburrillo absurdo, inasimilable, imposible de comprender, y es esa la forma principal que tiene mucha gente de relacionarse con el acontecimiento histórico más relevante de nuestro tiempo. Hoy veía compartida otra publicación de Instagram que sugería qué es lo que sí podemos hacer: «permítete ver lo que está ocurriendo, que al menos sean vistos, no mires hacia otro lado». Me pregunto qué es lo que significa permitirse ver lo que está ocurriendo. No sé cómo lidiará con ello cada uno de los lectores de esta columna, pero al menos en mi caso me genera una disonancia cognitiva abrumadora. No sé cómo conjugar el shock y la rabia de las imágenes que en ocasiones el propio algoritmo de las redes sociales censura —no es un secreto cómo se han silenciado muchas voces que hablaban de la realidad dolorosa, violenta, cruel de lo que está haciendo Netanyahu con el pueblo palestino— con los retazos de felicidad y momentos agradables que la gente comparte —que compartimos—, particularmente en períodos estivales. Hace unos años se estrenó La zona de interés, película de Jonathan Glazer que exploraba la experiencia de Auschwitz y el Holocausto desde un fuera de campo inquietante, perturbador; los crematorios y gritos sólo se oyen, lo que vemos es el cómodo disfrute burgués de la familia de Rudolf Höss, comandante de ese mismo campo de concentración, que vive en sus inmediaciones y se preocupa sobre todo de su piscina y del orden doméstico. Visto que muchos líderes europeos sólo han sido capaces de amagar con el reconocimiento del Estado de Palestina ahora, tarde, cuando lo que más se puede reconocer si acaso es la muerte, la devastación y nuestra inopia, la impotencia de una ciudadanía que ve a sus instituciones no hacer nada, no es difícil sentirse, en alguna piscina pública de nuestra confianza o en cualquier terraza, como moradores siniestros de nuestras propias zonas de interés. Tenemos la muerte al alcance de una pantalla. Y, a pesar de esa inmediatez, hay quien sigue negándola. Llegará un día en el que todo el mundo haya estado en contra de esto, he leído la última semana también en redes sociales. Nadie habrá sido cómplice, aunque hablara demasiado tarde; nadie habrá sido cómplice, aunque en algún momento callara. Benjamin Moser, escritor judío que prepara un texto de historia cultural y política sobre judíos antisionistas, ganador del Pulitzer por su biografía de Susan Sontag, escribió en sus redes sociales un párrafo devastador. “Esto no es tan grave como el Holocausto —es peor. Quizá no haya tantos muertos, todavía no. Pero es peor porque —por aquel entonces— mucha gente no lo sabía. Ahora lo sabe todo el mundo. Cualquiera que no fuera un imbécil lo sabía desde el principio. Y a todos los que rompieron conmigo por decirlo, a todos los que denigraron la memoria de seis millones para tratar de maquillar esto, a todos los que no dijeron una maldita palabra sobre esto, a todos los que publicaron propaganda retorcida de mierda sobre esto, a todos los que nos forzaron a elegir entre dos candidatos que apoyaban esto: os vimos y nunca, jamás os olvidaremos”. Si en Gaza Europa ha perdido el alma, como decía Josep Borrell, ¿cuántos vídeos cortos de treinta segundos en Instagram quedan para que la perdamos cada uno de nosotros?

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