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El fuego desnuda al Estado: promesas, impuestos y abandono.

La legitimidad del Estado moderno descansa en un pacto claro: los ciudadanos renuncian al uso privado de la fuerza y delegan en él la potestad de garantizar seguridad, justicia y protección. Ese contrato social, recogido en el artículo 9 de la Constitución Española (sometimiento de los poderes públicos al Derecho) y en el artículo 106 CE (derecho a ser indemnizado por los daños causados por el funcionamiento de la Administración), es el fundamento de toda autoridad legítima. Cuando el Estado falla en prevenir, proteger o reparar, no solo incumple la norma: traiciona su propia razón de ser. La DANA de 2024 fue un desastre anunciado, una omisión flagrante. No hablamos de fuerza mayor: las alertas meteorológicas funcionaron, pero las infraestructuras hidráulicas previstas desde el Plan Sur de 1957 nunca se completaron. Esa inacción es un «funcionamiento anormal del servicio público» (art. 32 Ley 40/2015). Los daños eran evitables, pero la Administración omitió su deber. Nadie responde. El ciudadano paga impuestos como si existiera un sistema de protección que, en realidad, no funciona. El 28 de abril de 2025, la península ibérica quedó paralizada por un apagón eléctrico total. Síntoma de vulnerabilidad tecnológica. El suministro eléctrico, regulado por la Ley 24/2013, no es un lujo, sino un servicio esencial. Su interrupción implica responsabilidad objetiva, salvo prueba de fuerza mayor. Sin embargo, la práctica demuestra otra cosa: solo quien reclama, con abogado y pruebas, logra una reparación. El Estado no actúa como garante general, sino que traslada la carga al pleito individual. El contrato social se diluye en trámites y excusas. El desamparo rural ante los incendios forestales es desgarrador. Más de 350.000 hectáreas ardieron en 2025, el 95% sin seguro. Agricultores, ganaderos y apicultores perdieron no solo bienes, sino su medio de vida. El artículo 45 CE obliga a los poderes públicos a conservar el medio ambiente, lo que incluye prevención y gestión forestal. En la realidad, los planes de cortafuegos, limpieza de montes y prevención local son letra muerta. La tragedia forestal revela un Estado que legisla, promete y recauda, pero no previene. La pregunta resuena: «¿Quién me paga el bosque?». La respuesta es siempre la misma: nadie. La reiterada falta de ejecución de órdenes de expulsión contra extranjeros en situación irregular es otra manifestación de omisión estructural. El reciente caso de Las Palmas, donde una menor fue agredida por un reincidente con orden pendiente, muestra que las resoluciones se dictan pero no se cumplen. El Tribunal Supremo ha reconocido que la omisión de deberes exigibles puede generar responsabilidad patrimonial (STS 2014/3734). El daño no proviene solo del delito, sino de la inacción estatal que lo permitió. De nuevo, el contrato social queda en papel mojado. El feudalismo del siglo XXI: partitocracia y tributo. El ciudadano comprueba que el Estado nunca falla en recaudar: IRPF, IVA, cotizaciones, tasas. Tampoco en imponer su «pernada» simbólica: intromisión en la vida y en la propiedad. Pero sí falla, sistemáticamente, en proteger. Se comporta más como un señor feudal que exige tributo sin ofrecer seguridad que como un Estado social y democrático de Derecho. La raíz de este desajuste está en nuestro sistema de representación política. La Constitución Española de 1978 proclama en su artículo 1.2 que la soberanía nacional reside en el pueblo. Pero el artículo 6 CE otorgó a los partidos políticos el monopolio de la participación, y la LOREG consolidó el sistema de listas cerradas y bloqueadas. El ciudadano no elige a su diputado: elige una sigla. El parlamentario no responde ante el votante de su circunscripción, sino ante la cúpula que lo colocó en la lista. El resultado es una partitocracia feudal, con sus coloridos estandartes: familias políticas que se reparten escaños, nombran jueces y controlan órganos de fiscalización. El ciudadano queda reducido al papel de vasallo: tributa, pero carece de control real sobre sus supuestos representantes. El contrato social, en la práctica, se ha degradado en contrato leonino: el ciudadano cumple, el poder se exonera. No quiera la diosa Fortuna, que lleguemos a la conclusión de que la solución es individual. DANA, apagón, incendios, no-expulsiones: distintos escenarios, un mismo patrón. El Estado conoce los riesgos, legisla sobre ellos, incluso recauda para afrontarlos. Pero no actúa. El contrato social está roto, o grave y reiteradamente incumplido. La verdadera protección ya no es colectiva, sino individual. Asegurarse, documentar, reclamar, exigir: ese es hoy el único camino. El Derecho aún ofrece herramientas —responsabilidad contractual, patrimonial, reclamaciones administrativas y civiles—, pero solo sirven si el ciudadano las activa. El que espera una reparación espontánea vive en un espejismo. La sociología enseña que los órdenes sociales se sostienen no solo en la fuerza, sino en la creencia compartida en su legitimidad (Weber). No hace falta que toda la sociedad pierda la fe: basta con que una parte significativa interiorice que la solución es individual para que el sistema pierda cohesión. Durkheim advirtió que cuando la confianza en las instituciones se quiebra surge la anomia, el desorden normativo donde cada cual se salva como puede. Ese es el terreno al que nos dirigimos: ciudadanos que se organizan y sobreviven por sí mismos, porque ya no esperan nada del Estado. La lección es clara: el contrato social está roto no solo jurídicamente, sino sociológicamente. Y cuando el ciudadano interioriza que está solo, el Estado pierde el fundamento último de su legitimidad. Abel Marín es abogado y socio de Marín & Mateo Abogados

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