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Quién nos curará del fuego

Como si el llamado piroceno, la era del fuego que algunos científicos señalan, no se limitase a los bosques y fuese la nueva condición de nuestra época: arder. La sensación de que vivimos en un tiempo incendiario, que surgen llamas por todas partes Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, el fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta calcinarnos… Como estamos todavía en agosto, antes de que nos pase por encima la apisonadora de septiembre me he dado el gusto de ese primer párrafo para mi artículo. Te aseguro que es el mejor arranque de artículo que me leerás nunca; y si lo lees en voz alta te gustará aún más. Pruébalo, verás. Por supuesto, no es mío. Es un corta y pega. Si has reconocido el bellísimo fragmento, nos vamos a entender. Si además te lo sabes de memoria, estamos en el mismo equipo. Y si no te sonaba o has tenido que preguntar a la IA, ojalá te entren ganas de seguir leyendo. Sí, es el inicio del capítulo 73 de Rayuela, de Julio Cortázar. Es decir, el primer capítulo, si leemos siguiendo el “tablero de dirección” que Cortázar propone para desordenar-reordenar la novela, barajando los capítulos hasta conseguir ese aire de jam session en el que tantos entramos años atrás y todavía no hemos salido. Yo al menos no he salido, que sé que hay mucho lector renegado y mucho esnob que va por ahí diciendo que Rayuela (y el propio Cortázar) está sobrevalorada, que es para lectores jóvenes, románticos y fácilmente impresionables, una pieza de museo con interés para estudiosos pero aburrida para el lector contemporáneo, la versión en español del Ulises de Joyce que tantos denuestan. Yo no. Ni Rayuela ni Ulises. Pero yo no venía a hablar de Cortázar sino del fuego: el fuego sordo y el fuego ruidoso, el fuego que corre al anochecer y el que no se frena de día, el fuego que nos acecha sin tregua y que no tiene quemadura dulce sino sucia y desesperante. He empezado con Cortázar porque en las últimas semanas me ha venido una y otra vez ese fragmento. Me regresaba de la memoria a cada rato, me vibraba en la boca con cada noticia sobre los incendios sin precedentes, el verano calcinante con ola de calor histórica, el incendio político que ni en verano aflojó, la tierra quemada de Gaza, y tantos fuegos por todas partes, y me salía una y otra vez la misma frase interrogativa: sí, pero quién nos curará del fuego… Hablo de esos fuegos reales y de otros fuegos metafóricos que también nos acechan en este tiempo de combustión rápida. Como si el llamado piroceno, la era del fuego que algunos científicos señalan, no se limitase a los bosques y fuese la nueva condición de nuestra época: arder. Citando otro título de Cortázar, Todos los fuegos el fuego, todos los fuegos son un mismo fuego, los reales y los figurados: la sensación de que vivimos en un tiempo incendiario, que surgen llamas por todas partes, que nos pasamos la vida intentando apagar uno cuando ya se ve humo más allá; que el pasto está muy seco y sobran las chispas, que se multiplican los pirómanos y escasean los bomberos. Quién nos curará del fuego, de los grandes incendios y de los pequeños que también prenden en nuestras vidas: la misma sensación de que nuestras vidas se volvieron inflamables, paja menuda y seca capaz de provocar un fuego fatal; que vivimos en la casa en llamas del meme “This is fine”. Quién nos curará del fuego, de todos los fuegos el fuego, de los grandes y los pequeños, los incendios globales y los locales, los históricos y los íntimos. No vendrá nadie a curarnos, no confiemos en los pirómanos disfrazados de bomberos; nos curaremos nosotros, aunque no nos bastará con hacer una cadena de cubos de agua, que el pueblo salva al pueblo pero solo si cuenta con la fuerza del Estado de su parte (como recuerda Alberto Garzón en este magnífico artículo). Sin derrotismo, pero conscientes de la dificultad y de la urgencia. Y mientras, nos queda siempre la belleza, que no apaga fuegos pero sí alivia las quemaduras, y eso no es poco. Ese poder del arte que, como canta Robe, bien nos pudiera salvar. Por ejemplo, leer otra vez el primer párrafo. Venga.

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