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Diplomacia con fines partidistas

LA política exterior sometida al cálculo partidista no sólo es un acto de soberbia, sino una trampa para el Estado. En estos días, el presidente del Gobierno parece empeñado en convertir a Donald Trump en su némesis personal, con el propósito de arañar votos y simpatías en la izquierda radical y demostrar –en el espejo de lo internacional– una radicalidad que en ocasiones supera la sensibilidad de la sociedad. Ese ejercicio, concebido para tener recorrido electoral, encierra riesgos estratégicos que no pueden ignorarse si España aspira a mantener una proyección fiable en el mundo. El primero de esos riesgos es el desgaste de la representación nacional. Al erigirse en paladín contra Trump –lanzando advertencias sobre el 'genocidio' en Gaza o cruzándose por delante del consenso europeo sobre el gasto militar– el Ejecutivo corre el peligro de quedar como actor simbólico de una confrontación personal más que como Estado que articula visiones estratégicas. Ese protagonismo puede producir titulares, pero debilita la lógica de la diplomacia discreta que cimenta alianzas duraderas. Otra consecuencia: el aislamiento dentro de las instituciones internacionales y alianzas. Trump ha sugerido la expulsión de España de la OTAN por su baja contribución al gasto militar, una afirmación grosera, pero no inocente. Desde el ala diplomática y militar se interpreta como «otro aviso» hacia nuestro país. Frente a ello, el Ejecutivo pretende mostrar firmeza, sin desmontar del todo la lógica del incremento del gasto ni cerrar todas las puertas. Pero es difícil crecer como socio fiable cuando se entra en el terreno del enfrentamiento gratuito. El Gobierno, en efecto, sólo respaldó la declaración de la OTAN que comprometía un gasto del 5 por ciento del PIB para 2035 cuando el secretario general de la organización le garantizó que se aplicaría con «flexibilidad». A través de un intercambio de cartas, se dejó constancia de que España podrá cumplir con los objetivos de capacidades militares sin llegar a ese porcentaje. Pero eso no implica desmarque, sino una senda singular dentro del compromiso común. Avivar la retórica anti-Trump como si ese disenso fuera una muestra de independencia contradice la lógica diplomática: lo que cuenta ante los aliados no es el discurso de un dirigente, sino los compromisos de Estado. Esta es una cuestión que la política exterior de Sánchez no ha logrado reflejar. El actual Gobierno ha demostrado en reiteradas ocasiones que no busca el consenso para sus grandes giros diplomáticos. El caso más evidente fue la carta de 2022 reconociendo la soberanía marroquí sobre el Sahara Occidental. Fue una decisión adoptada por Pedro Sánchez sin consultar con el Parlamento, sus socios ni su propio Gobierno. Supuso un viraje histórico en la postura de España y dañó las relaciones con Argelia. Se ejecutó con la misma lógica de opacidad y cálculo unilateral que ahora se aplica frente a Estados Unidos. El mayor riesgo, sin embargo, no es presupuestario, ni reputacional: es institucional. Cuando la política exterior se somete al vaivén de los intereses electorales, se erosiona la credibilidad del Estado. Si España aparece ante sus aliados como un país más interesado en fabricar enemigos externos que en construir alianzas estables, se debilita su voz en los foros internacionales, se margina a su diplomacia y se compromete su capacidad de influencia. La política exterior no puede ser la prolongación del gabinete electoral. España necesita una diplomacia madura, coherente y previsible . Lo contrario es convertir la escena internacional en un campo de batalla de titulares, al servicio de una agenda electoral. Y eso, a la larga, nos hace más vulnerables.

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