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El cambio de hora

Nuestro inefable presidente del Gobierno ha decidido sacar ahora como tema de debate el cambio de hora. Me alegro: mientras se hable de cuestiones como ésta, no tendrá tiempo de estropear otras más importantes. En mi infancia y primera juventud no existía el cambio de hora. Durante todo el año regía el actual horario de invierno. Cuando, a comienzos de los años setenta, se implantó el cambio horario con el propósito de ahorrar energía, surgió un efecto secundario, pequeño pero no despreciable: al llegar la primavera de 1974, las tardes se alargaban, la luz del día se extendía y, con ello, aumentaba también la alegría de vivir, porque la luz y la alegría van siempre de la mano (no es casual que en el Mediterráneo haya más vitalidad que en el Báltico). Naturalmente, los días y las noches duran lo que duran según la estación del año. Al llegar el otoño surgió la preocupación de que el horario de verano se mantuviera en exceso, de modo que, entrado noviembre, hubiera que comenzar la jornada laboral aún de noche, con lo poco grato que eso resulta: niños yendo al colegio a oscuras o trabajadores saliendo al tajo sin ver ni la carretera ni la cuneta. Pero llegó octubre, se volvió al horario tradicional y el problema se evitó. Así hemos seguido año tras año.Desde hace tiempo, muchos protestan por el cambio de hora; sin embargo, la mayoría de las quejas no se dirigen al cambio de verano, sino al de invierno. Sospecho que, en realidad, la gente lo que desea es tener más horas de luz al día, pero eso no depende del BOE ni de la hora oficial, sino de la órbita de la Tierra alrededor del Sol. Soy firme partidario de los cambios de hora que se vienen realizando, porque ayudan a aprovechar mejor las horas de luz durante el tiempo de actividad de las personas. Y no termino de entender los supuestos desajustes biorrítmicos que provocan dos cambios de hora al año, cuando cada fin de semana alteramos nuestros horarios con igual o mayor diferencia. Pero, en fin, Pedro, sigue con el tema: a ti te vendrá bien para distraerte con lo tuyo. Carlos Villalobos. Sevilla Pienso en las personas que, sin saberlo, tuvieron el privilegio de admirar en persona las obras robadas del Louvre antes de que desaparecieran. Imagino cómo, ahora, esos visitantes comprenden que presenciaron algo único. Es curioso cómo el valor de las cosas parece multiplicarse cuando ya no están. Mientras una pintura cuelga en su sala, nos parecen casi eternas. Pero basta con que desaparezcan para que su recuerdo crezcan. Quizá muchos de los que recorrieron el Louvre hace apenas unos días no se detuvieron lo suficiente ante esas piezas. Ahora, puede que revivan cada instante frente a ellas como si se tratara de un pequeño tesoro personal. Lo ocurrido en el museo nos recuerda: uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Maria Calvet Molina. Barcelona
abc.es
hace alrededor de 5 horas
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