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¿Es posible viajar sin dejar huella? La experiencia de estas cinco viajeras demuestra que sí

Viajar sin contaminar no es una utopía. Estas cinco viajeras lo han hecho posible: cruzaron países a pie, en bici o a vela, sin motores de por medio. Cada una con sus razones, pero todas con la misma idea: otra forma de viajar es posible Viajar solo: las ventajas, inconvenientes y destinos ideales que recomienda un viajero experimentado Cinco mujeres y cinco viajes que rompen moldes. Los han hecho a pie, en bicicleta o cruzando océanos en barco de vela. Todas han recorrido miles de kilómetros sin dejar huella, o al menos sin dejar la que suelen dejar los motores de los viajes convencionales. Sus trayectos, marcados por el esfuerzo físico y la conexión con el entorno, son una prueba de que otra manera de moverse por el mundo es posible. No son superheroínas. Simplemente decidieron hacer las cosas de otra forma. Por conciencia ecológica, pero también por curiosidad, por gusto, por ganas de vivir el viaje desde dentro. Con algunas de estas viajeras hablamos en las Jornadas IATI de los Grandes Viajes. Con otras, a través del podcast Un gran viaje. Pero en todas hay un punto en común: la convicción de que viajar lento, sin contaminar y saliéndose del camino marcado, tiene algo que engancha. En un momento en que las alertas climáticas son cada vez más urgentes y los destinos más populares empiezan a saturarse, hay quienes apuestan bajar revoluciones. Por poner el cuerpo en marcha pero con calma. Por moverse con lo justo. A veces sin una ruta muy clara, pero con la idea muy fija de que el camino importa tanto, o más, que la propia meta. Sara Qiu, en bicicleta hasta China en busca de sus orígenes En abril de 2022, Sara Qiu se subió a una bici en Zaragoza con un plan simple pero ambicioso: pedalear hacia Asia. No había línea de meta exacta, pero sí una brújula interna que apuntaba lejos. Lo que empezó como una aventura personal acabó convirtiéndose en un viaje de casi tres años y 16.000 kilómetros que la llevó hasta Qingtian, el pueblo chino donde nacieron sus padres. En ese tiempo cruzó 15 países, durmió en jardines ajenos, en casas de otras viajeras o invitada por familias que la acogieron sin dudar. Pasó del Mediterráneo a Asia Central, del caos urbano a la soledad del desierto uzbeko y de ahí a los valles helados de Kirguistán. Fue un viaje físico, pero también emocional: su abuela falleció cuando ella aún estaba en Turquía, y eso le dio sentido y dirección al resto del trayecto. Llegó a China en marzo de 2024. En enero de 2025 celebró allí el año nuevo lunar y el final de un viaje que había empezado con una simple pedalada. Sara en la carretera del Pamir, en Kirguistán. “Durante la pandemia descubrí otra forma de viajar: más lenta, más libre, más en contacto con la gente y con lo que me rodeaba”, cuenta Sara. “Hasta entonces me movía en avión, enlazando ciudades, pero en cuanto hice mi primer viaje en bici sentí que eso era lo mío. A partir de ahí supe que, si algún día hacía un gran viaje, sería así. La bici no solo es un medio de transporte: es una excusa para hablar con desconocidos, una herramienta que te acerca a la gente. Te ven llegar cargada, sola, y la hospitalidad aparece sin que la pidas. Es un viaje que te expone, que te hace sentir cada metro recorrido con el cuerpo y con los sentidos. Lo recomiendo cien por cien, algo que hay que hacer, aunque sea solo por una semana”. Isabel Vázquez, dos años en bici por América Latina Lo que comenzó como un viaje en solitario desde México se transformó en una travesía de 15.000 kilómetros en bicicleta por América Latina, compartida con Pablo García, cicloviajero empedernido. Isabel no había montado nunca largas distancias en bici, pero se adaptó. En dos años atravesaron selvas, cordilleras y desiertos, desde la península del Yucatán hasta Tierra del Fuego. El viaje, bautizado como Bici Salvaje, fue también una manera de documentar realidades medioambientales: conocieron proyectos de turismo comunitario, vieron los efectos de la deforestación en primera fila, navegaron por el Amazonas y cruzaron países enteros a golpe de pedal. Sufrieron enfermedades, lluvias eternas, caídas y golpes de calor, pero también vivieron momentos increíbles: el desove de tortugas, el Salar de Uyuni, la carretera austral, los pingüinos de Tierra del Fuego. Fue un viaje sin prisas, sin vuelta predefinida y con una sola consigna: llegar hasta donde las piernas aguantaran. Isabel atravesando Perú en bici. “Yo tenía una vida aparentemente feliz, pero algo no encajaba. Sentía que vivía en piloto automático”, explica Isabel. “Viajar así, en bici y a lo loco, fue una forma de romper con todo y empezar de cero. Nunca había montado largas distancias, ni tenía bici, ni sabía qué me esperaba… pero lo que encontré fue una forma de vida mucho más real. En la bici todo se reduce a lo básico: dónde duermes, qué comes, cómo está el clima. Y eso te conecta con la gente de una forma muy diferente. No quieren venderte nada, solo ayudarte. La bici te permite ir despacio, parar, saludar, escuchar y compartir. No es fácil, pero es intenso. Te cambia la forma de ver el mundo y de ver a los demás. Yo creo que todo el mundo debería hacer un viaje en bici al menos una vez en la vida”. Sheila Baldoví, dos años en barcoestop hasta la Polinesia Sheila Baldoví soñaba con dar la vuelta al mundo sin horarios, sin prisas y sin contaminar. En 2019 se pidió una excedencia, ahorró lo justo y zarpó desde Gran Canaria en un catamarán. Fue su primera experiencia náutica y también el inicio de una forma de viajar que acabaría siendo casi una filosofía: el barcoestop. Durante dos años navegó por el Atlántico, el Caribe y el Pacífico saltando de barco en barco. No recorrió el mundo entero, pero sí vivió una aventura única. Recaló en Colombia justo antes de que estallara la pandemia, pasó una temporada en México esperando que el mundo se calmara y después volvió a navegar: cruzó el canal de Panamá, descubrió las islas Marquesas, los atolones de Tuamotu y terminó en Tahití. A veces con la ayuda del viento, otras contra él, aprendió a moverse sin contaminar y a adaptarse a la vida del mar. Regresó a casa dos años después, justo cuando se cumplía el siglo de su abuela, pero su historia aún no ha acabado. Sheila surcando el océano. “Antes viajaba como casi todo el mundo: escapadas rápidas, listas de sitios que tachar, fotos para el recuerdo… Hasta que decidí parar y hacer ese gran viaje con el que soñaba”, recuerda Sheila. “Viajar en barco me cambió por completo. Es lento, sostenible y te obliga a fluir con lo que hay: si no hay viento, no te mueves. Vivía con energía solar, desalinizadora, pescábamos para comer… y me di cuenta de que no hacía falta mucho para vivir bien. En el mar descubrí lo que significa realmente viajar. Ya no es ir a ver, sino dejarte llevar, conectar con la naturaleza y vivir con menos. A día de hoy es mi forma de vida. Vivo en un velero, sin prisas, sin contaminar, sin horarios. Lo volvería a hacer una y mil veces. Es difícil explicarlo hasta que no lo pruebas”. Raquel Ferrando, nueve meses a pie y en autoestop por España Raquel Ferrando se propuso cruzar España sin gastar ni un euro en transporte ni alojamiento. Quería enfrentarse a sus miedos, viajar sola y vivir de forma sencilla. Lo hizo durante nueve meses, entre marzo y noviembre de 2019, caminando la mayor parte del tiempo y haciendo autoestop cuando el cuerpo pedía tregua o el calendario apretaba. Arrancó en Alicante con rumbo al norte, pero sin ruta estricta: se dejaba llevar. Dormía en su tienda de campaña, en casas de desconocidos o donde le pillara la noche. En el camino dio charlas motivacionales y también se enfrentó a momentos difíciles: noches perdidas en la montaña, miedo, frío, hambre. Pero también encontró en esa soledad una fortaleza nueva, y una forma de viajar que conecta más con lo que uno siente que con lo que uno ve. Raquel atravesando España a pie. “Quería demostrarme que podía hacerlo. Que hay más gente buena que mala. Que una mujer puede viajar sola y no tiene por qué pasarle nada”, dice Raquel. “Mi idea era sencilla: cruzar España sin gastar ni en transporte ni en alojamiento. Dormía en mi tienda o en casas de desconocidos. Hubo momentos duros, sobre todo la soledad, los dolores físicos, la rutina de conversaciones superficiales… Pero también fue precioso. Llevaba mi casa a cuestas y cada rincón se convertía en hogar. Me encantaba esconderme bien para dormir segura, hablar en voz alta conmigo misma, sentir que todo dependía de mí. ¿Lo volvería a hacer? No tan largo, quizá. Pero sí, lo haría otra vez. Porque fue mi proyecto, algo que empecé y terminé sola, y eso no lo cambio por nada”. Guadalupe Muñoz, a pie hasta Montenegro En junio de 2022, Guadalupe Muñoz se colgó una mochila de 15 kilos y se echó a andar. El plan era claro: caminar hasta Montenegro. Pero no por cualquier sitio. Eligió la ruta más montañosa posible, atravesando los Pirineos, los Alpes y los tramos más salvajes que encontraba. Quería sentir el viaje en el cuerpo. Dormía al raso, se alimentaba cuando encontraba algo y caminaba muchos días sin cruzarse con nadie. En los primeros días le tocó enfrentarse a una ola de calor brutal. Después, a una torcedura de tobillo. Y, más adelante, al miedo, a la soledad, al dolor de espalda y a la humedad constante. Pero también a la belleza, tanto a la de los paisajes como a la interna, esa que aparece cuando no hay distracciones y una se queda sola consigo misma.  A su paso Guadalupe Muñoz quiso atravesar las zonas más naturales y montañosas. “Este viaje fue, ante todo, una forma de volver a mí”, cuenta Guadalupe. “En el día a día vivimos tan rodeados de estímulos que a veces nos perdemos a nosotros mismos: dejamos de preguntarnos qué queremos, por qué hacemos lo que hacemos o quiénes somos realmente. Caminar, en cambio, tiene ese ritmo natural que te obliga a ir más lento, a observar más, tanto fuera como dentro. Y en esa lentitud empiezas a verte con más claridad. No siempre es fácil, porque también salen a la luz partes de ti que preferirías no mirar. Pero justo ahí está lo interesante: en tener la oportunidad de enfrentarlas, de trabajarlas y de reconectar contigo”.

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