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Poca variedad, vino dudoso y mucha olla: lo que ofrecían las fondas catalanas en 1625

Poca variedad, vino dudoso y mucha olla: lo que ofrecían las fondas catalanas en 1625
Cuestión de suerte - La presencia de carne en los platos estaba reservada a momentos de trabajo intenso en el campo, como la siega o la vendimiaEl restaurante de carretera que se ha vuelto un imprescindible en los viajes largos Los clientes con más suerte tenían pan tierno y vino agrio. Y los otros, si no ayunaban, poco les faltaba. La carta era un concepto difuso, más próximo al almacén que a la cocina. Allí no se trataba de elegir el plato, sino de conformarse con lo que aún no se había acabado. El mayor lujo de aquellas gentes, como recuerda un ensayo en El Nacional, era saber que, al menos, habría caldo caliente. Así era una comida cualquiera en una fonda catalana en 1625, cuando lo que había en el plato dependía tanto del bolsillo como del calendario. Comer en una fonda catalana del siglo XVII era aceptar lo que tocaba sin hacer preguntas El corazón del menú era la olla catalana, una especie de sopa espesa que recogía lo que se podía conservar sin que se estropeara en las despensas de la época. Se cocinaba con legumbres como habas, garbanzos, frijoles o guijas, y con tubérculos como nabos o castañas. El caldo se mantenía al fuego durante horas hasta que se espesaba con harina de trigo o de mijo, conocida popularmente como harina de pobre. No había alternativas salvo contadas excepciones. La comida no era nada del otro mundo Cuando las cosechas lo permitían y la clientela podía pagarlo, la olla se completaba con un acompañamiento. En los hostales más humildes, lo habitual era encontrar una sardina o un arenque. En los de clientela con más recursos, se ofrecía una tajada de tocino. Algunos dietarios personales de la época mencionan también otras combinaciones con arroz hervido al tomillo o el clásico nabo con col, que era más temido por sus efectos en el estómago que celebrado por su sabor. La carne como tal, cuando aparecía, lo hacía en momentos concretos del año. Procedente de animales criados en los corrales del propio hostal, se destinaba principalmente a su conservación. Solo en época de faena intensa, como las campañas de siega o vendimia, podía verse en algún plato. Por otra parte, el tipo de vegetales que llegaban a las cocinas no se explicaba solo por su cultivo, sino también por su capacidad de conservación. Las cabrevaciones de 1625, que eran los registros de tributos en especie que el campesinado entregaba a la Orden de Sant Joan del Hospital, recogen productos destinados a los mercados que daban pistas muy claras sobre lo que acababa en las mesas de las fondas. En ellas aparecen alimentos resistentes como las legumbres y frutos del bosque. Otros productos más perecederos, como las acelgas, cebollas, calabazas o cermenyes, quedaban fuera del comercio y se reservaban para consumo directo, sobre todo en los propios hostales. El vino tibio era más una necesidad sanitaria que un placer El vino era casi una obligación. No por gusto, sino porque el agua representaba un riesgo demasiado alto. Ni siquiera la de pozo se libraba de los brotes de enfermedades. Por eso, el vino estaba presente en todas las comidas, aunque muchas veces llegaba picado y tibio, almacenado en bocoyes que no siempre se cuidaban bien. Algunos establecimientos contaban también con aguardiente, lo que permitía una opción más fuerte para quien quisiera algo distinto al vino fermentado. No había menú, por lo que los clientes tenían que conformarse Quienes buscaban algo dulce al final de la comida, solían quedarse con las ganas. Los postres no formaban parte del menú habitual. Solo en las fondas más acomodadas, y de forma ocasional, podía encontrarse algún bizcocho. La preparación seguía una fórmula tradicional con yemas y claras montadas por separado, mezcladas con frutas del bosque como cerezas, moras o fresas, o con frutas de huerto como las manzanas, melocotones y cermenyes. Esa era la excepción que confirmaba una norma más austera. Comer era sobrevivir con lo que se tenía y no con lo que se quería En ese contexto, la comida era más una cuestión de supervivencia que de placer. No existía la idea de primer plato, segundo y postre. Todo se resolvía en un único servicio. Y, como señalan los registros, los alimentos más valorados eran los que se podían almacenar sin perder valor. Así lo indican documentos de la época como los dietarios personales, que muestran qué ingredientes entraban realmente en las cocinas. Allí no había espacio para la variedad ni la sofisticación. Era la realidad de aquella época y no había muchas más opciones. Cuatro siglos después, los menús han cambiado, pero la memoria de aquellos caldos, arenques y bizcochos sigue flotando en los archivos. Las cabrevaciones de 1625 siguen hablando, en voz baja, de lo que fue comerse el mundo desde un hostal de paso.

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