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Arenas buscando un reloj

Arenas buscando un reloj
Los segundos se volvieron horas y las décadas encogieron en minúsculos instantes, se arremolinaron las épocas y el presente se quedó colgando como un helado derretido tras un escaparate, balanceándose, y pensé que quizá nadie más habría entendido jamás que un tarrito de arena podía poner en jaque a la cronología del mundo Le regalé la arena, pero no el reloj, y el tiempo se detuvo; no sé si esto fue intencional, funcionó de todas formas. Pero eso ocurrió después; la arena se la robé al mismísimo Duque de Edimburgo junto a unas flores de la fachada de su palacio. Había hecho un amigo alemán el día anterior: un tal Andy Weissman, Andreas, aunque a mí los nombres en plural me ponen nervioso, que es profesor de medicina en Múnich cuando le apetece, eso me dijo, aunque lo que más le suele apetecer es irse de voluntario a cortar leña en Northumbria, Dios sabrá por qué. Desde aquí le mando un saludo. Me había despertado de una resaca turbulenta (la noche anteriorhabíaa visto un partido de los Celtics en un pub y luego fui a una rave con un grupo de senegaleses rubios -estoy casi seguro de que eran solo galeses- y estuvimos tomando cerveza y cristal hasta las tantas), y el tipo estaba deshaciendo su mochila sobre la litera que había encima de la mía. Me dolió que fuera más guapo que yo. Me dijo de ir a unos monólogos por la noche y le dije que pa’lante. Después de los monólogos fuimos a un shawarma y acabamos en un karaoke cantando ‘Despacito’; me dijo de cantarla a medias y a mí me tocó la parte de Daddy Yankee, de cuya participación en la canción desconocía. Aquella turba enfurecida de pelirrojos borrachos acabó perreando hasta el suelo cuando fui consciente de que (uno) no iba a volver a aquella gente en mi vida y (dos) no tendrían ni la más mínima idea de qué estaba diciendo, y subí al escenario diciendo keloke mi gente y poniendo un acento boricua que solo está al alcance de unos pocos. Por la mañana desayunamos esa porquería de plato combinado y restos de barbacoa con alubias frías y morcilla y fuimos a ver una performance sobre una mujer viuda que asesina al malnacido de su marido entre música de saxofones y flautas de émbolo; yo había ido a Edimburgo a reconcomerme de la tristeza y Edimburgo, la muy insolente Edimburgo, no me lo permitía. Ni siquiera entendía qué hacía allí, porque un día y medio antes de todo aquello estaba levantándome para ir a almorzar con mi abuela, pero en el momento de abrir el ojo me cayó una ausencia a plomo sobre las tripas, y mi primer impulso fue salir del país con las tres pesetas que me quedaban en la cuenta. Pero daba igual: cogimos un bus a Portobello, a las afueras de la ciudad y el barrio parecía el escenario de una novela de Agatha Christie o un episodio de asesinato en los Hamptons; un paseo marítimo en el paralelo 55 abarrotado de gente tomando helado. Nunca me había bañado tan al norte y esperaba del agua algo más que un simple brrr de frío; Andy nadaba como una trucha y estaba como si aquello fuese una bañera; me contó que en los ríos de Baviera en los que solía bañarse el agua está tan fría que podía congelar el tiempo; que en su pueblo la gente pasa de los cien años. Que el tiempo se detenga a veces no es tan malo. Por eso decidí robarle un trocito de Escocia y tuve la desgracia de no robar la suficiente. Llené un tarrito que había comprado previamente en un supermercado (diez minutos antes de pagar veinticinco libras por una cajetilla de tabaco de liar); uno de esos tarritos especieros para guardar el orégano, el tomillo o la marihuana si es que eres de esos, claro, y lo llené hasta los topes de arena de la playa de Portobello hasta hacer vacío con la tapadera. 55 grados, 57 minutos, 27 segundos norte y 3 grados, 7 minutos, y 22 segundos este; apunté las coordenadas y me aseguré de que cada grano de arena llevara consigo un pedacito del viento frío, del salitre que te hace cosquillas en la lengua y del rumor de la gaviota que siempre se empeña en gritar justo cuando uno se inclina para oír el agua. Cerré el tarrito con cuidado, como si estuviera encapsulando un pequeño universo portátil, y lo escondí en el bolsillo interior de la chaqueta. Andy me miró con esa sonrisa de pez que no sabe si está juzgando o aprobando, y yo fingí indiferencia mientras por dentro estaba convencido de que acababa de cometer el mayor acto de romanticismo criminal desde que alguien puso un candado en un puente en París. Le llevé la arena, pero no el reloj, claro; los relojes solo sirven para joder la magia y hacer que la gente piense en sus responsabilidades, y no en el viento helado ni en las gaviotas gritonas ni en que Andy Weissman nada por ahí como si nada existiera y que yo estaba a punto de cometer el robo más romántico de la historia moderna y tal vez de todas las historias que tengan que ver con flores robadas a duques y reyes y cometí la insensatez de no encapsular el tiempo para que fluyese como mandan los cánones de la física, y él decidió revelarse y rebelarse en su más pura y caótica esencia. Los segundos se volvieron horas y las décadas encogieron en minúsculos instantes, se arremolinaron las épocas y el presente se quedó colgando como un helado derretido tras un escaparate, balanceándose, y pensé que quizá nadie más habría entendido jamás que un tarrito de arena podía poner en jaque a la cronología del mundo o al menos la de nuestro mundo; quizá me dejo llevar demasiado por lo simbólico o quizá lo simbólico rija nuestras vidas sin que lo sepamos; quizá, puede ser -no lo sé-, sea más fácil detenerse a mirar atrás mientras el tiempo se restaura y regresa a su cauce que esperar a que deje de estirarse frente a nosotros, pesado y brillante. Quizá sea lo más inteligente sea dejar que cada instante quede atrapado en su propia eternidad. Una eternidad que fluye, como diría Fulgencio Argüelles, en letanías de lluvia.
eldiario
hace alrededor de 4 horas
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