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Panna Cotta: el postre que muchísimos aman y otros muchos piensan "que no sabe a nada"

Panna Cotta: el postre que muchísimos aman y otros muchos piensan "que no sabe a nada"
A pesar de su nombre la 'panna cotta' no es solo 'nata cortada'Así es “la pequeña Barcelona” siciliana: una atracción turística para los italianos La panna cotta es ese postre que divide mesas. Hay quien la adora por su suavidad, su temblor elegante y ese sabor lácteo tan delicado que parece un susurro. Y hay quien, directamente, dice que “no sabe a nada”. Quizá por eso fascina: porque está justo en el límite entre la sencillez extrema y la sofisticación absoluta. Lo cierto es que esta crema italiana, blanca, brillante y casi silenciosa, lleva más historia de la que parece. Mucha más. Un postre nacido de la necesidad… y del ingenio La historia de la panna cotta nunca ha sido del todo clara —como ella misma—, pero la versión más aceptada la sitúa en el Piamonte del siglo XIX, en esa zona de colinas amables y vinos generosos. Cuentan que surgió en las Langhe, al sureste de Turín, cuando una mujer de origen húngaro decidió aprovechar el excedente de leche que tenían en casa. Nada de extravagancias: nata, leche, azúcar y una idea brillante. Las primeras versiones, sin embargo, no tenían gelatina. En la Edad Media se recurría a métodos bastante más creativos: hervían espinas de pescado para extraer el colágeno, o montaban claras de huevo para conseguir consistencia. El azúcar tampoco era habitual, demasiado caro, así que la receta era más rústica que dulce. Con el tiempo, lo que empezó siendo una solución casera acabó convertido en un clásico internacional. La receta moderna, ya con gelatina y azúcar, se estableció durante el siglo XX y se expandió por todos los restaurantes de Italia… y del mundo. De ahí pasamos a variantes cercanas como la bavaroise suiza, pariente láctea más sofisticada. Una receta que se hace en 10' Aunque “panna cotta” signifique literalmente nata cocida, no hay nada especialmente complicado en su preparación. Todo lo contrario. Se calienta la nata con la leche, el azúcar y la vainilla el tiempo justo para que aromaticen; se mezcla con gelatina hidratada y se deja enfriar. Ya está. Ni hornos, ni batidoras, ni acrobacias culinarias. La dificultad real está en la textura: debe ser firme pero ondulante, lisa, sin grumos, capaz de sostenerse en el plato pero todavía con ese temblor elegante que la hace reconocible a primera vista. La gelatina es clave: demasiada y obtendrás una goma elástica; poca y se derrumbará en cuanto intentes servirla. Un buen truco tradicional es enfriar la mezcla sobre hielo hasta que empiece a cuajar. Así la estructura queda uniforme y sedosa. El arte de acompañarla (porque aquí sí está el sabor) Si la panna cotta es discreta, el acompañamiento es todo lo contrario. De hecho, es común que quienes afirman que “no sabe a nada” se encuentren con una versión sin gracia ni contraste. Pero bien servida, su neutralidad es su mejor virtud: es un lienzo. Admite casi cualquier cosa: Salsas de frutas rojas: frambuesas, fresas, moras. Clásico, equilibrado y precioso. Compotas de albaricoque o melocotón, perfectas para darle un giro más cálido. Chocolate derretido, que la convierte en un postre más profundo. Caramelo, ron, coco, vino de Marsala, menta o jengibre: sí, también combinan. Infusiones aromáticas como lavanda o cardamomo, para quien quiera experimentar. En Piamonte, la tradición manda servirla en moldes con un poco de caramelo en la base —sí, como un flan— para que el sabor sea más intenso al desmoldarla. Otra razón por la que la panna cotta se ha hecho tan popular es su versatilidad dietética. Puede ser: Sin gluten, prácticamente por definición. Vegetariana, si se usa agar-agar en lugar de gelatina. Sin lactosa, sustituyendo la nata por bebidas vegetales. Vegana, con gomas vegetales o tapioca. Los defensores más puristas siguen usando claras de huevo como espesante, imitando la textura original: más suave, más delicada y con ese punto sedoso que se derrite al segundo. Puedes hacerla más ligera con un porcentaje mayor de leche o más intensa usando solo nata. Lo fundamental, siempre, es respetar los tiempos de enfriado y no caer en la tentación de desmoldarla antes de tiempo.

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